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El encanto de un cuarto de hotel

Cuando vives con mucha gente en la misma casa, los hoteles se convierten en un respiro. Es un espacio, solo tuyo, que no tienes que compartir con nadie por 24 horas.

Jorge  Ramos

Los hoteles son, para mí, un refugio y la posibilidad de una renovación, de una vida distinta por unas horas, o unos días. Me liberan. Me encantan. Me permiten respirar aire nuevo. Supongo que todo esto viene de una niñez en que los hoteles estaban fuera del presupuesto familiar.

Éramos cinco hijos, y viajar era un lujo casi imposible. Pero aun así mi mamá se las ingeniaba para llevarnos cada dos o tres años al pequeño y muy modesto hotel de una tía en el mismo centro de Veracruz.

Recuerdo que el mar quedaba a un par de cuadras, y luego de pasar toda la mañana en la playa, caminábamos llenos de arena unas calles repletas de puestos de comida y de olores nuevos y penetrantes. Para nosotros ese hotelito era un palacio y Veracruz el paraíso.

Cuando vives con mucha gente en la misma casa, los hoteles se convierten en un respiro. Es un espacio, solo tuyo, que no tienes que compartir con nadie por 24 horas.

Pero como adolescente en la ciudad de México, trabajando para pagar la universidad, los hoteles eran un lujo totalmente fuera de mis posibilidades. Dos o tres escapadas manejando a Cuernavaca o Acapulco eran mi máximo.

Por eso la idea de Virginia Woolf de tener un cuarto propio me parecía rebelde, muy atractiva y totalmente inalcanzable. Recuerdo escuchar con admiración y cierto grado de envidia los cuentos de los viajes de mis compañeros de escuela.

Mi vida cambió cuando me mudé a Estados Unidos y la compañía para la que trabajaba empezó a pagar por mis cuartos de hotel. La vida nómada del periodista era el antídoto que necesitaba para una niñez y juventud sin hoteles y sin viajes. Confieso que he pasado más noches de las que he querido metido en cubos con baño, televisor en la pared y una cama ahuecada.

Las cadenas de hoteles nos ofrecen el mismo cuarto en todas las ciudades y no hay manera de distinguirlos hasta que abres las cortinas. Los moteles que hay al lado de las carreteras de Texas -cercanas a la frontera con México y donde he pasado innumerables noches- son un monumento a la igualdad y al concepto de ofrecer lo mínimo necesario: Jabón, toalla, cama, alfombra manchada y aspirada, y párale de contar. Pero, aun así, no he perdido la ilusión que me da el llegar a un hotel que no conozco.

Cuando entro a un cuarto de hotel por primera vez, hay, siempre, una rápida mirada de reconocimiento y un deseo de que exista algo, un detallito, que transforme tu estadía en algo especial. A veces es la vista, otras es el inusual relleno de una almohada, un baño pulcrísimo o una cama bien tendida después de un día larguísimo, y hasta el vacío bar de la entrada o el restaurante de al lado. Y luego… Luego, hay hoteles que te vuelven loco.

Son esos que te ofrecen una vida que no tienes y que, por unos días mágicos, son marcadamente distintos a tu casa. Te hacen sentir como si fueras otro. Y no se trata de lujo sino de aquello que los hace únicos. Así viví en un palacio en Venecia; frente al monte Fuji en Tokio; junto a la playa más espectacular del mundo (que está en la Riviera Maya de México); a un lado del Río Sena en París; arremolinado en la mismísima historia de México en San Miguel de Allende y en una torre de espejos ante el Ángel de la Independencia; en un laberinto de arroces y flores en Bali; en una casona donde asustan en la Toscana; y en un refugio londinense atendido bellamente por lo que parecía ser el ejército inglés.

Pero el hotel que más recuerdo estaba en Afganistán. Al principio de la guerra en el 2001, terminé en el hotel Spinghar en Jalalabad, muy cerca de las montañas de Tora Bora donde se escondía Osama bin Laden, responsable de los actos terroristas del 11 de septiembre. Ahí nos escondíamos los corresponsales internacionales -y nos cuidábamos unos a otros- por 30 dólares por noche.

Mi cuarto en Afganistán, con las paredes despintadas y manchadas por la humedad, incluía un ratón que no dejaba de hacer ruido toda la noche y que se comió una barra de chocolate que había guardado para casos urgentes de hambre.

El colchón estaba agujereado y las sábanas, literalmente, no las habían cambiado en meses. Por las noches se oían pasar los aviones B-52 de la fuerza aérea estadounidense tratando de localizar a Bin Laden. Pero en medio del terror y el caos, y después de varios días sin bañarme, me quedé un mediodía en el hotel -cuando todos los corresponsales estaban en la montaña- y me pude dar un regaderazo con agua caliente en el baño público del hotel. Sólo fueron unos minutos. Fueron la gloria.

Desde el primer hotel en que me quedé en Veracruz cuando era niño, siempre busco en un cuarto el encanto de lo nuevo, de la protección, de la huida, del descubrimiento y del juego, casi teatral, de ser otro. Al final, la cuenta no es en qué hoteles te has quedado sino qué hoteles se han quedado en ti.

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