Nayib Bukele, dictador
Como buen maestro de la mercadotecnia, Bukele ha defendido su búsqueda de la reelección indefinida argumentando que otros países también la permiten.

Epicentro
El problema con los aspirantes a dictador es que rara vez resisten la tentación de perpetuarse en el poder. La hoja de ruta se ha repetido una y otra vez, sobre todo en ese terreno tristemente fértil que es América Latina. Un gobernante popular, con la promesa de cambio, comienza poco a poco a enamorarse menos de las libertades de su pueblo y más de su propio poder. Aprieta las riendas a los contrapesos. Erosiona las instituciones. Acaba con la división de poderes. Y, finalmente, modifica las estructuras legales para asegurar su permanencia en la cima.
El Salvador de Nayib Bukele es hoy una dictadura. Ya lo era antes del paso final que ha dado el Presidente salvadoreño y su partido, al modificar la Constitución para que Bukele pueda reelegirse cuantas veces le plazca. Pero ahora no queda ninguna duda. Bukele ha construido este momento con la precisión que otorga la voluntad de poder absoluto. Fue minando libertades, arrinconando a opositores, silenciando periodistas y adueñándose de las estructuras que podían impedirle el golpe de gracia. También, como otros dictadores antes que él, construyó una narrativa.
Otros hombres providenciales prometieron a sus pueblos acabar con la corrupción de los regímenes anteriores o con la añeja desigualdad (ambas, no sobra decirlo, son agravios completamente válidos en América Latina). La promesa de Bukele ha sido un pacto fáustico: A cambio del poder absoluto, ha liberado a los salvadoreños del yugo de las maras. Al pueblo de El Salvador no le ha importado -al menos por ahora- el costo que esto implica para los derechos humanos y las libertades políticas y sociales. “Que se quede el tiempo que quiera mientras El Salvador siga siendo seguro”, me dijo hace poco un amigo salvadoreño radicado en Los Ángeles.
Esta complacencia con las pretensiones dictatoriales es comprensible. Los logros de Bukele en materia de seguridad son innegables, y la libertad que implica poder caminar por las calles sin miedo no se puede subestimar.
Pero la historia existe, y sus lecciones también.
Así como Bukele ha seguido una hoja de ruta familiar para construir su dictadura, la historia también revela lo que vendrá. Ninguna dictadura ha nacido siendo impopular (o prácticamente ninguna). Todas comienzan con un líder carismático y una promesa de redención. “Sólo yo puedo arreglarlo”, ha dicho Donald Trump en más de una ocasión. Lo mismo decía Hugo Chávez sobre la corrupción de los partidos venezolanos que le antecedieron.
Para desgracia de los aplaudidores de la propensión autoritaria, la historia registra demasiadas tragedias. Esa misma Venezuela que Chávez prometió liberar de la corrupción bipartidista (el mismo fenómeno que le abrió la puerta a Bukele en El Salvador, por cierto) ha terminado siendo un Estado mafioso, donde la cúpula del poder convive con el crimen organizado y la estructura militar está profundamente corrompida. Todo, mientras el pueblo sufre y huye del país en cifras inéditas. El país más rico de América Latina es hoy una desgracia para prácticamente todos sus habitantes, salvo para la oligarquía dictatorial que lo gobierna.
Como buen maestro de la mercadotecnia, Bukele ha defendido su búsqueda de la reelección indefinida argumentando que otros países también la permiten. Previsiblemente, ha convertido también esta causa en una bandera de soberanía.
Ambos argumentos son perversos.
Bukele sabe que no hay comparación posible entre el ejercicio del poder en un régimen parlamentario como el alemán y un sistema presidencialista represor como el que se ha instaurado en El Salvador. También sabe que defender la democracia no significa decirle a los países pobres lo que deben hacer, sino exigir a todos los líderes -ricos o pobres- el mismo respeto por los estándares democráticos. Y bajo esos estándares, la reelección indefinida en El Salvador, dadas las condiciones actuales, representa una amenaza real para la democracia, no un símbolo de soberanía.
Por ahora, seguramente habrá una mayoría en El Salvador que celebre la unción eterna de su joven líder. Pero, si la historia tiene razón, aquí estaremos dentro de algunos años para narrar el desencanto y la caída del enésimo proyecto dictatorial latinoamericano. Llegará, pero no sin antes haber sometido al valiente pueblo salvadoreño -que tanto ha sufrido ya desde hace décadas- a tristezas previsibles.
Quizá algún día aprendamos.
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