Disculpas por la conquista
Con la misma claridad con que declaro mi amor por España digo que no buscaré nunca la nacionalidad española.

De política y cosas peores
“Más vale una colorada y no 100 descoloridas”. “Mejor un ‘¡Cab…!’ a tiempo que sermón mal deletreado”. “Di ‘sí, sí’ o ‘no, no’. Lo demás el diablo lo inventó”. Estos tres dichos populares expresan una misma idea: Se debe ser claro al hablar, y no andarse con circunloquios, perífrasis o logomaquias. Con esa claridad declaro sin ambages que soy hispanista. Amo a España, tanto que aún la llamo Madre Patria. Siento orgullo de pertenecer a una de esas “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda” a las que Darío cantó. Aprendí ese amor y esa ufanía en la lectura de los libros de dos ilustrísimos paisanos míos saltillenses, Carlos Pereyra y Artemio de Valle Arizpe, ambos ardientes defensores de lo español, y en las obras de escritores de otras latitudes, como el argentino Enrique Larreta, cuya novela hermosa “La gloria de don Ramiro” puso emoción en mis días de juventud. Pues bien: Con la misma claridad con que declaro mi amor por España digo que no buscaré nunca la nacionalidad española. Hay quienes la han pedido con razón. Yo, sin caer en chovinismo chabacano ni en exaltaciones patrioteras, digo que mi nacionalidad es la mexicana. Otra no deseo ni necesito. Por eso encuentro descaro cínico en la actitud de personas pertenecientes al más cercano círculo familiar de López Obrador que están pidiendo se les conceda ser ciudadanos españoles. Esa conducta es reprobable por un lado y risible por el otro, especialmente en tratándose de quienes por ignorancia y demagogia trataron de borrar toda huella de la presencia de lo español en la Ciudad de México, e incurrieron en la aberrante necedad de exigir que España pidiera disculpas por los acontecimientos relacionados con la Conquista. Vergonzantemente, vergonzosamente, piden ahora se les otorgue la nacionalidad española, para lo cual deberán jurar lealtad a un rey al que agraviaron con aquella ridícula exigencia. ¿Por qué piden esa nacionalidad? No encuentro otra explicación que la de buscar un refugio para el caso de que algún día se les pida cuentas por los gravísimos daños que el clan obradorista causó, y sigue causando, a nuestro país. A la ignorancia y el arrogante autoritarismo añaden un cinismo desfachatado. Digo eso sin rodeos. Más vale una colorada y no 100 descoloridas. Un tipo le contó a otro: “Puse un negocio de muebles y perdí hasta las nachas”. “Qué coincidencia -apuntó el otro-. Yo puse un negocio de nachas y perdí hasta los muebles”. A ese sujeto le sucedió lo que a los dirigentes del Partido Comunista que en cierto país decidieron poner un burdel, congal o casa de lenocinio a fin de allegarse fondos para la causa. A los dos meses de abierto el dicho lupanar quebró. Los jefes de la organización llamaron al responsable del proyecto. Le preguntaron: “¿A qué se debió el fracaso del negocio? ¿Acaso al sitio donde se estableció?”. “No -contestó el hombre-. Se puso en el lujoso palacio requisado a un aristócrata”. “Quizá los vinos que se ofrecían a la clientela eran de baja calidad”. “Tampoco. Eran los mejores caldos de la Rioja, Burdeos y Coahuila”. Uno de los jerarcas del Politburo arriesgó una posibilidad para explicar la bancarrota del burdel: “¿Serían las mujeres?”. “No -volvió a negar el encargado-. Todas son miembros leales del Partido desde hace por lo menos 50 años”. La curvilínea joven de ubérrimo tetamen acudió a la consulta del doctor Psoriasio, dermatólogo. Le explicó que le habían aparecido en el busto unas rayas que la preocupaban. Después del correspondiente examen el facultativo le informó: “Su problema se debe a las uñas”. “Me las cortaré” -dijo la chica. “No -precisó el doctor-. A las uñas de su novio”. FIN.
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