La austeridad juarista y los viajes de la 4T
El chabacano discurso y las ramplonas frases acerca de la austeridad juarista y la honesta medianía republicana les entran por un oído y les salen no diré por dónde.

De política y cosas peores
Se inicia esta columneja con un chascarrillo que no entendí cuando me lo contaron. Oí decir, no obstante, que es muy subido de color. Leamos. La guapa y muy escotada enfermera afeitaba la entrepierna del paciente a quien el cirujano iba a operar. A fin de llevar a cabo la rasurada sostenía en la mano la parte central de esa región. Le dijo el paciente: “Puede soltarla. Ya se detiene solita”. Hay palabras de poco uso que en estos tiempos deberían usarse más. Una de ellas es el adjetivo “rastacuero”. Define el diccionario: “Persona inculta, adinerada y jactanciosa”. Y en modo más contundente y lapidario: “Vividor o advenedizo”. Cuadra esa descripción a aquéllos que, de condición modesta, súbitamente se miran encumbrados por algún vaivén de la fortuna. Pongo ejemplos. El de la nueva rica que hablaba del reciente viaje que con su marido hizo por América del Sur. “Y vimos el río Mingitorio” -dijo. “Orinoco, mujer”, la corrigió su esposo. El del ricachón que fue a París y vio la Torre Eiffel. “Ni está tan inclinada” -comentó desdeñoso. Últimamente los capitostes de la 4T y Morena han dado motivos para suponer que pertenecen a esa deleznable especie, la de los rastacueros. Cuando vuelan en jet lo hacen en primera clase, y se sorprenden -y molestan- cuando la azafata descorre la cortinilla y se dan cuenta de que en el avión viajan otros pasajeros. Van a Europa y se hospedan en hoteles de cinco estrellas, no sin antes haber preguntado si los hay de seis o siete. Comen en restaurantes lujosísimos donde una copa cuesta el equivalente de un mes de salario de un trabajador. Seguramente nunca pensaron que irían más allá del pueblo que los vio nacer. Los avatares de la política, los cambios de chaqueta según la mudanza de los vientos, el dominio del arte de tragar sapos y entregar las honras los llevaron a donde ahora están. El chabacano discurso y las ramplonas frases acerca de la austeridad juarista y la honesta medianía republicana les entran por un oído y les salen no diré por dónde. En manos de esos tales ha caído México. A la supina ineficiencia que los otros datos nunca pudieron ocultar, a la tremenda corrupción que asoma entre los baños de pureza se añaden ahora el cinismo, la desfachatez y esa conducta propia de poderosos recién adinerados a quienes les aparece el pelo de la dehesa a poco que se les rasque. Incultos, adinerados, jactanciosos, advenedizos, vividores. Esos vocablos se entienden mejor que la palabra “rastacueros”. Aquella noche los asientos frente a la barra del conocido Bar Ahúnda estaban marcados cada uno con un número. Llegó un cliente y ocupó el 6. A su lado estaba una pareja formada por un hombre que se veía molesto y atufado y una atractiva dama que, contrariamente, parecía feliz y satisfecha. El recién llegado le preguntó al sujeto: “¿Sabe usted por qué los bancos tienen un número cada uno?”. “Sí lo sé -respondió el tipo, sombrío-. Cada hora el cantinero hace una rifa. La persona que está en el asiento cuyo número sale premiado tiene derecho a disfrutar un rato de sexo y tragos gratis en el segundo piso”. Preguntó el cliente: “¿Ha ganado usted la rifa?”. Respondió, mohíno, el individuo: “Yo no, pero mi esposa sí. Tres veces seguidas”. Don Cefalú sufría una continua migraña, cefalalgia, jaqueca o dolor de cabeza. Ningún médico había podido encontrar la causa de ese mal, y menos aún aliviarlo. Fue el desdichado a comprarse calzoncillos. Le dijo el empleado de la tienda: “Usa usted del número 38, ¿verdad?”. “No -lo corrigió don Cefalú-. Del 34. Démelos de ese número”. “Se los daré -admitió el otro-. Pero le van a apretar los testículos y le dolerá la cabeza”. FIN.