¿Quién soy cuando nadie me ve?
¿Qué hacemos con esa parte de nosotros que no mostramos? ¿Qué valor tiene ese “yo” sin testigos? ¿Es el más libre, el más frágil, el más salvaje o simplemente el más escondido?

Tom Cruise baila en ropa interior por la sala vacía, deslizándose en medias por el piso de madera mientras suena “Old Time Rock and Roll”. Está solo. No hay testigos. Nadie que lo juzgue ni lo observe. Y entonces, por fin, aparece él.
La escena es inolvidable, como también lo es ver a Kevin Spacey en “Belleza Americana” escapando de su rutina gris para entrenar de noche, fumar mariguana en el garage y mirar su reflejo con una mezcla de redescubrimiento y vergüenza. O Hugh Grant, en “Realmente Amor” (“Love Actually”), sacudiendo las caderas en la residencia oficial mientras intenta recordar cómo se sentía vivir sin el peso del traje de Primer Ministro. Incluso Joaquin Phoenix en “Joker”, cuando baila solo en el baño mugriento o frente al espejo, dejando salir una parte de sí que no se atreve a mostrarle a nadie, no porque sea ridícula sino porque es profundamente perturbadora. Tal vez demasiado verdadera.
Hay algo en esas escenas que nos interpela. ¿Quién no tiene un momento así? Ese rato en que nadie nos ve, en que no tenemos que gustarle a nadie ni cumplir ningún rol. Cuando nos soltamos frente al espejo, lloramos sin pudor, cantamos a grito pelado y desafinados o comemos directo del pote con una cuchara. Pero también -y esto es menos amable de admitir- cuando nos descubrimos hastiados, agresivos, tristes o cobardes. El “yo” que aparece sin testigos no siempre es el más simpático. A veces es el más honesto. O el más solo.
Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿Quién soy cuando nadie me ve? ¿Soy la versión pulida que muestro afuera o ese otro que emerge en la sombra, sin maquillaje ni guiones? ¿Cuál de los dos es más verdadero?
¿Lo que hacemos en soledad dice más de nosotros que lo que mostramos en público? Tal vez no siempre eso que aparece en la intimidad con uno mismo sea lo realmente esencial. A veces lo que ocultamos no es por falsedad, sino por miedo.
Cuántas veces reprimimos la alegría por miedo al ridículo o contenemos las lágrimas para no parecer débiles. Muchos se sienten libres sin testigos y otros se sienten perdidos cuando no tienen un otro que los mire.
Kevin Spacey, en esa escena de “Belleza Americana”, se pregunta cuándo empezó a morirse en vida, cuándo se convirtió en ese oficinista gris que por tanto reprimir termina pagando un costo altísimo. El “Joker”, por su parte, sufre porque el mundo no lo mira… hasta que empieza a mirarlo por las razones equivocadas. Ambos personajes se revelan más auténticos -y más inquietantes- cuando están solos. No se esconden, pero tampoco logran sostenerse. Hay algo en ese “yo” secreto que pide ser liberado, pero también encauzado.
Como en el cine, todos tenemos nuestras escenas privadas. Una sala vacía donde bailar sin que nadie nos juzgue. Un espejo donde ensayar una cara que no mostramos. Un rincón donde llorar, o una canción para cantar en voz alta aunque desafinemos. Escenas donde no interpretamos ningún papel… o tal vez sí, pero uno que no estamos listos para que el mundo vea.
¿Qué hacemos con esa parte de nosotros que no mostramos? ¿Qué valor tiene ese “yo” sin testigos? ¿Es el más libre, el más frágil, el más salvaje o simplemente el más escondido? ¿Y si ahí, en esa escena privada, se esconde una verdad que no queremos mirar?
El gran desafío no es tanto encontrar una respuesta, sino hacernos la pregunta correcta: ¿Me gusta la persona que soy cuando nadie me ve?
CV: Autor de “Un elefante en la habitación”, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar. Conferencista.
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