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Mirreyes 4T

Morena se autodefine como un movimiento de izquierda, pero ha creado una élite aristocrática. Hablan de justicia social, pero viven como mirreyes.

Denise Dresser

En México hay un nuevo grupo en el poder. No son tecnócratas ilustrados ni reformadores idealistas. Tampoco son representantes del pueblo raso al que tanto evocan. Son la nueva élite de Morena: Ostentosa, frívola, impune. Una élite que ha erigido un régimen de privilegios sobre la promesa de la transformación. El resultado: Un Gobierno que habla como pueblo, pero vive como monarquía.

Las redes sociales y los medios han comenzado a documentar escenas difíciles de ignorar: Líderes morenistas vacacionando en Europa, brindando en restaurantes carísimos, comiendo en terrazas con vista a Ibiza, viajando en aviones privados u hospedándose en hoteles de lujo. Ricardo Monreal disfrutando de comidas con precios de cinco cifras; Andrés López Beltrán, hijo de López Obrador, paseando por Tokio mientras paga todo -según fuentes cercanas- en efectivo; Mario Delgado, captado en comidas con botellas que cuestan lo que un salario mensual. Yunes en Capri. Esto ya no es una anécdota aislada. Es una constante.

Y lo grave no es sólo la imagen que proyectan, sino lo que revela sobre el tipo de régimen que Morena ha perpetuado. Tal como lo explican los premios Nobel Daron Acemoglu y James Robinson en su obra Por qué fracasan los países, los Estados fallan cuando caen bajo el control de élites extractivistas: grupos que usan el poder no para servir, sino para servirse. En vez de instituciones que distribuyen riqueza y oportunidades, tenemos redes de complicidad que concentran privilegios. México sigue siendo el ejemplo perfecto de ese diagnóstico, documentado por Ricardo Raphael en su libro Mirreynato del 2015, donde describía los modos que ordenan y reproducen a quienes nos gobiernan. El penthouse del poder.

¿De qué vive esta nueva élite morenista? ¿Cuánto ganan y cuánto gastan? ¿De dónde salen los fondos para ese tren de vida? Sus declaraciones patrimoniales no corresponden con su ostentación. Sus discursos de austeridad se diluyen entre las burbujas del champagne. Y mientras tanto, ¿dónde está el SAT? ¿Dónde está la Unidad de Inteligencia Financiera? ¿Por qué nadie investiga cómo es que Andrés López Beltrán puede pagar todo en efectivo sin levantar alertas? ¿Dónde está la flamante Secretaría Anticorrupción y de Buen Gobierno? La lista de morenistas extravagantes e impunes crece día tras día. Forman parte de un régimen que combate las asimetrías con dinero en efectivo, pero también se lo embolsa.

Presumen una regeneración moral. Presumen que no son como los de antes. Pero hoy Morena se parece demasiado al PRI de Peña Nieto o a personajes panistas de los años 2000: Blindados, desconectados, enriqueciéndose sin consecuencias. No basta con decir que “no son iguales”. Hay que demostrarlo. Y lo que vemos en estas postales de lujo es una burla a la ciudadanía que creyó en un Gobierno distinto.

Mientras ellos brindan en restaurantes Michelin, en las oficinas del Gobierno falta papel de baño; en las escuelas escasea el agua potable. Mientras ellos vacacionan por Europa, museos permanecen cerrados por falta de presupuesto. Mientras ellos lucen relojes de diseñador, los hospitales públicos operan sin insumos. La infraestructura de salud está deteriorada. Las escuelas no tienen computadoras. Los comedores comunitarios han desaparecido. ¿Y el dinero? El dinero está en Pemex y en los programas sociales. Pero también en las copas de vino, y en las habitaciones con ventanas al Mediterráneo.

Morena se autodefine como un movimiento de izquierda, pero ha creado una élite aristocrática. Hablan de justicia social, pero viven como mirreyes. Y esa contradicción es no sólo hipócrita; es dolorosa. Porque en un país donde millones aún viven en la pobreza, no hay nada más insultante que un líder que se autoproclama “cercano al pueblo” mientras gasta en una cena lo que una familia gana en un mes.

La presidenta Claudia Sheinbaum exigió del movimiento congruencia, disciplina, integridad. Llamó a los suyos a honrar la austeridad republicana. Pero los hechos desmienten las palabras. El comportamiento de esta élite revela una desconexión brutal con la ética que se prometió. Y si la Presidenta no exige cuentas, si no impone sanciones, si no pone límites, entonces el sexenio que encabeza será recordado no por sus avances, sino por su complicidad. Y será la constatación de que el morenismo no llegó al poder para transformar, sino para enriquecerse.

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