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Amarcord

Amarcord signifca “yo me acuerdo”, y la película va mostrando la vida desde la memoria de un adolescente en la década de 1930...

Ernesto  Camou

Batarete

Amarcord es una película del director italiano Federico Fellini. El nombre se refiere a la frase, a m’acord, en la lengua romaninaque se habla en la región de la Emilia Romana donde está situado Rímini, en la costa adriática. Ahí nació Fellini en 1920, y en 1973 filmó esta obra semi autobiográfica, plena de nostalgia y cariño hacia su terruño, que le valió el Óscar a la mejor película extranjera.

Amarcord signifca “yo me acuerdo”, y la película va mostrando la vida desde la memoria de un adolescente en la década de 1930, en un ambiente teñido por el fascismo de Benito Mussolini, que fue dictador de Italia desde 1922 hasta 1943. Cincuenta años después sigue siendo una obra maestra de la cinematografía, divertida a veces hasta la carcajada, y cuenta con la excelente música de Nino Rota que le da al filme una profundidad en la reminiscencia siempre entrañable. Vale la pena buscarla y volver a gozarla, o descubrirla si no la han saboreado antes.

Pero lo que me interesa ahora, además de mover a disfrutar esta obra maestra del cine mundial, es el título: Amarcord, yo me acuerdo. Y poner la atención en eso que llamamos recuerdos, aquello de lo que nos acordamos; y pensar cómo la etimología de la palabra nos remite a dimensiones poco tematizadas sobre una experiencia, recordar, que es una constante vital y también necesaria en nuestra vida.

Sin el recuerdo, no somos. Y el traer a la memoria sucesos, experiencias, alegrías, tragedias, pasiones, amores y desencantos constituye la trama sobre la cual transcurre cada momento vital que llamamos presente, que resultaría efímero si no se inscribiera en una red de remembranzas, a veces bastante selectivas sin duda, pero que el inconsciente diría Freud, se encarga de poner en cuestión esa selección proporcionándonos múltiples ocasiones para sospechar de la imparcialidad de esas invocaciones.

La raíz de ese verbo -cordar, acordarse, recordar- hace referencia al latín cor, cordis, como decían los clásicos, al corazón, y se afirma literalmente que “se pone en el corazón”, se asientan en el corazón esas memorias. Cuando nos acordamos de algo, estamos poniendo en nuestro corazón, el centro de los sentimientos de acuerdo a la interpretación popular, añeja y tradicional, asentamos en el corazón aquello que traemos a la memoria y ese acto permite recuperar de manera fragmentaria, pero también simbólica, algo que sabemos, o creemos haber experimentado en nuestro devenir vital.

En este sentido, ese traer al corazón las memorias vividas, pensadas o añoradas, es mucho más que un movimiento de la inteligencia que trata de evocar aquello que tenemos acopiado en la memoria, pero que a veces se nos escapa y esconde en profundidades vitales que implicarán esfuerzos complejos para traer de nuevo al corazón. Se trata de un movimiento de la inteligencia que quiere, este verbo supone una dinámica afectiva presente y actuante en el esfuerzo intelectual, no como algo distinto, sino como una característica equitativa de la inteligencia: No se puede ser inteligente si no se desea “poner en el corazón” lo que se pretende y también añora.

Por ello saberse persona apunta a mucho más que ser el homo sapiens, el hombre que está sabiendo, porque en ese saber está actuante el querer, el amar. Una formulación más completa diría que la persona, la mujer o el hombre, tienen su condición primera en que siempre están queriendo saber.

Y no podemos vivir ese presente fugaz sin darle profundidad y sentido trayendo al corazón, rememorando pues, aquello de la vida pasada, quizá muy larga, o todavía corta, que da contexto y significado al querer estar sabiendo en cada momento irrepetible que vivimos y consideramos vinculado a nuestra historia personal.

Cada vez que ejercemos la capacidad de conocer, también ponemos en acto la facultad de amar: Son la misma aptitud. Por eso ser persona es ser lúcido y amoroso simultáneamente. Ese es el camino.

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