El color de la piel
Ya Trump expresó, hace unos días, que: “América debe ser sólo para americanos de sangre pura”.

Llama la atención las cifras que manejan Trump y aliados, sobre los migrantes indocumentados que han capturado y deportado en los pocos meses desde que el Donald juró defender la constitución de su país, en enero pasado. Las cantidades fluctúan de acuerdo a la necesidad propagandística o el humor del ocupante de la Casa Blanca: A veces afirman que son un poco más de 66,000, mientras que en otra ocasión alegan que son alrededor de 142,000 los expulsados del territorio gringo.
Se trata de personas que cruzan la frontera en busca de trabajo con la esperanza de sobrevivir y mandar algunos dólares a sus familias en nuestro País, Honduras, El Salvador, Haití o Venezuela, y hasta países más lejanos y desamparados.
Si bien cruzar sin papeles la frontera es una ofensa civil castigada con multas y deportación con la prohibición de volver; esa falta convierte la situación de tales migrantes en ilegal, pero de ahí a calificarlos como criminales como la retórica embustera de Trump insiste en llamarlos, para justificar castigos y crueldades inhumanas, es un despropósito que sólo pretende justificar una serie de medidas en contra de esos individuos agobiados y sin esperanza de futuro en su terruño.
Ya Trump expresó, hace unos días, que: “América debe ser sólo para americanos de sangre pura”, en uno más de sus disparates analfabetos: En sentido estricto sólo los habitantes originarios de esa tierra tendrían derecho a ocuparla; buena noticia para los cheyenes, mohicanos, navajos, innuit, shoshones y muchos grupos étnicos que poblaron esas comarcas antes de la invasión europea.
Preocupa la intención de definir una “pureza de sangre” como condición para ser considerado estadounidense legítimo. Es un argumento racista y discriminatorio que ha tenido consecuencias trágicas, y también genocidas, en la historia, y muy recientemente en la primera mitad del siglo XX, con la figura de Adolf Hitler y la persecución y asesinato de judíos, gitanos y discapacitados en aquella Europa desgarrada de hace menos de un siglo.
Esa tendencia a la discriminación del Trump y su camarilla se hace cada vez más patente y tiene raíces en la historia de una sociedad que arrasó las etnias originarias, y construyó su economía y poderío con base en el trabajo esclavo de africanos capturados en sus aldeas y llevados a vender como fuerza de trabajo desechable a las plantaciones del Sur de la Unión Americana. De esa historia social han quedado muy profundos resabios que siguen presente en algunos sectores en esa sociedad vecina.
Cuando el abuelo, Frederick Trumpf, emigró a los EUA, se instaló en Alaska para atender a los gambusinos y mineros con un burdel que fue la piedra angular de la fortuna familiar. De ahí se trasladó a Nueva York donde nació su hijo, también Frederick que con el tiempo devino Fred Trump, ya sin la f delatora de su identidad alemana. En 1927 Fred fue arrestado por participar en una reyerta organizada por el Ku Klux Kan en contra de una manifestación afroamericana en Queens, por supuesto del lado del Klan, el angelito. Luego, junto con su madre, se dedicó a los bienes raíces; fue entonces que mintió y se declaró de origen sueco, para atender sin problemas a la extensa clientela de origen judío que atendía.
Donald siguió los pasos de su padre en la construcción, renta y venta de propiedades en aquella urbe. Pronto tuvo problemas con las autoridades porque se negaba a rentar o vender propiedades a familias de negros o latinos: Para el Donald el color de su tez los hace indeseables y poco dignos de confianza: No tienen pureza de sangre...
Ahora pretende establecer una ciudadanía “limpia” que controle a los conciudadanos de segunda, de piel oscura y cultura no europea. Para eso está deportando exclusivamente a latinos: No ha expulsados a indocumentados alemanes, noruegos, finlandeses, daneses o checoslovacos, que también deben ser cantidad, pero tienen “sangre pura”, son blancos y de confianza.
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