El retrato de la tía Amelia
El día llegará en que mi retrato y el de la amada eterna estarán juntos. Para el amor no basta una vida.

De política y cosas peores
La narración que abre hoy el telón de esta columna es posiblemente apócrifa, pero muy interesante. Un astronauta regresó de su primer viaje a Marte. Alguien le preguntó, curioso: “Dime: ¿cómo son las marcianas?”. Respondió el viajero: “Son de la misma estatura que nuestras mujeres. Tienen el rostro igual, los mismos brazos y piernas y los mismos pies. Se distinguen, sin embargo, de las mujeres de la Tierra por una característica que me llamó grandemente la atención. Las marcianas tienen las pompas por delante, y las bubis en la espalda”. Comentó el que preguntaba: “Se han de ver muy raras”. Replicó el astronauta: “Raras sí se ven. ¡Pero vieras qué a gusto se baila con ellas!”. (Nota. Sobre todo el danzón). “Política es un arte del carajo / que a mi modo de ver tan sólo estriba / en besarles el c. a los de arriba / y darles por el c. a los de abajo”. No sé quién escribió esos lapidarios versos. Contrastan con la opinión que don Manuel Gómez Morín, gran mexicano, tenía de la política. Dijo: “Es la mayor oportunidad de hacer el mayor bien al mayor número de personas”. Sea lo que fuere, este día no hablaré de política. Hablaré de amor. Evoco a don Felipe Narro, primo hermano que fue de mi señor abuelo, don Mariano Fuentes Narro. Muy joven se fue de la casa de sus padres, en Saltillo, pues lo acometió el mal de piedra, que es otro de los nombres que la minería recibe. Anduvo por tierras de San Luis Potosí, de Guanajuato y Zacatecas, y la fortuna lo favoreció: En una de sus minas halló la veta madre y se hizo inmensamente rico. Tenía ya 40 años, edad que en aquel tiempo -los principios del pasado siglo- era ya muy avanzada, cuando en una visita que hizo a Saltillo conoció a una muchachita, y se enamoró de ella a primera vista, y a segunda más. La niña tenía 15 años. Él le pidió a su padre permiso para cortejarla, autorización que le fue concedida. Bien sabía el papá que el pretendiente era de posibles -al don añadía el din-, y en esa época no eran raros los matrimonios tan desiguales. El tío Felipe se enteró de que a la jovencita le gustaba mucho el cuento de la Cenicienta, y mandó hacer a Francia una carroza de porcelana, de unos 70 centímetros de largo por 30 quizá de alto, con todos los personajes del relato, y sobre ellos una corona. El día del cumpleaños de Amelia, su prometida, le entregó ese regalo. Levantó la corona. Bajo ella estaba el anillo de compromiso anunciadora de las bodas. La historia tiene final feliz: Los esposos llegaron a celebrar sus bodas de oro rodeados de sus hijos y sus nietos. Ahora esa carroza se halla en la antigua casa donde está Radio Concierto, la difusora cultural de mi familia, casa que hemos conservado tal como la tenían nuestros antepasados. Los saltillenses la ven como museo. Está ahí un retrato al óleo del tío Felipe en el cual aparece como era: Guapo, varonil, gallardo. Pues bien: Con mis cuatro lectores quiero compartir hoy un gozo inédito. Cierta persona de la familia de la tía Amelia, cuyo nombre no digo porque así me lo pidió, nos trajo a regalar otro óleo con el retrato de ella, hermosa. Estas líneas, tan diferentes de las que a diario escribo, sirven para agradecer desde el fondo más hondo del alma ese precioso obsequio, que viene a llenar lo que vacío estaba. El cuadro cuelga ahora junto al del tío Felipe, que de seguro está igualmente agradecido. Lo que el amor unió el tiempo lo ha vuelto a reunir más allá de los años y la muerte. Nada hay que pueda separar a los que se aman. El día llegará en que mi retrato y el de la amada eterna estarán juntos. Para el amor no basta una vida. Apenas es suficiente una eternidad. FIN.
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