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Andrés Manuel López Beltrán

...no salió a papá en el carisma ni en la habilidad política, pero sí en el autoritarismo.

. Catón

Si su nombre fuera Hércules tendría derecho a pedir que no lo llamaran por el diminutivo. Pero se llama Andrés. Resulta natural, entonces, que le digan Andy. Andrés Manuel López Beltrán, cuyo mayor merecimiento es su filiación, no salió a papá en el carisma ni en la habilidad política, pero sí en el autoritarismo, pues ahora nos exige que no lo llamemos Andy, sino Andrés Manuel. Debería tomar en cuenta el uso y la costumbre, la economía silábica y el hecho de que hay muchos Andys famosos, entre ellos Andy Warhol, pintor de culto aunque no de calidad, Andy Williams, nostálgico baladista, y Andy García, destacado actor de cine. El talante imperativo del junior, heredado este sí de su progenitor, se pone de manifiesto en esa demanda que de seguro obedecerán únicamente sus incondicionales, pues en el seno de su familia -en los dos- seguirá siendo Andy, lo mismo que en el resto de la población. Le sucederá lo que a aquel tipo a quien todos conocían como “el Piojo”. A él le disgustaba mucho el remoquete, y exigía, a la manera de Andy, que no le dijeran así. Un día salió al campo con un amigo. En el paraje había arenas movedizas. Sucedió que el tal amigo cayó en ellas y empezó a hundirse. “Dame la mano, Piojo” -le pidió a su compañero. “Pos no me digas Piojo” -replicó el otro. “Ándale, Piojo -repitió el amigo, sumido ya hasta el pecho en el tremedal-. Échame la mano y ayúdame a salir”. “No me digas Piojo” -reclamó de nuevo el tipo. “Piojo, por favor, dame la mano” -rogó el amigo, que sólo sacaba la cabeza ya. “¿Y me sigues diciendo Piojo? -replicó indignado el Piojo-. Pos húndete, cabrón”. Se hundió por completo el amigo en el pantano. Pero sacó los brazos, y repetidas veces juntó las uñas de los pulgares, como se hacía para matar los piojos. Así con Andy. Andy ha sido, Andy es y Andy seguirá siendo aunque no quiera y aunque su papá nos haya hundido. Babalucas conoció en una fiesta a una linda extranjera venida de lejanos lares. Le comentó ella: “Soy de Madeira”. “¡Ah! -exclamó alegremente el badulaque-. ¡Como Pinocho!”. Don Chicharrito, señor de edad más que madura, había visto pasar sus mejores días de seductor de damas. Ahora vivía nada más de los recuerdos de sus antiguas glorias. Una noche se dispuso a satisfacer una necesidad menor, pero no hallaba la parte con la cual debía pagar ese obligado censo a la naturaleza. Dirigiéndose a esa parte le dijo: “No te escondas, linda. Sólo te quiero para hacer pipí”. El joven Impericio tenía poca ciencia de la vida. Casó con Tremendina, joven mujer poseedora de toda suerte de conocimientos, pues era caritativa y generosa: a ningún hombre le había negado jamás un vaso de agua. La noche de las bodas, en medio del acto consumador del matrimonio, Impericio le preguntó, ansioso, a su desposada: “¿Te está gustando, Tremen?”. “Mira -respondió ella con inusual franqueza-. Si esto fuera un programa de televisión ya habría yo cambiado de canal”. Don Algón, ejecutivo de industria, hizo un buen trato con un cliente. Le dijo: “Es un grato placer hacer negocios con usted”. Esa misma noche el salaz magnate gozó en el Motel Kamawa un ameno rato de erotismo con una damisela a cuyas variadas e imaginativas atenciones correspondió con un pago munífico. Le dijo ella: “Es un grato negocio hacer placeres con usted”. El padre Arsilio estaba preocupado por el alto índice de alcoholismo que observaba entre sus feligreses. Así, en la misa del domingo clamó con suplicante acento: “¡Hijos míos! ¡Ayúdenme a acabar con el nefasto vicio del alcohol!”. Desde el fondo del templo se escuchó la tartajosa voz de un ebrio: “¡Ah no! ¡Déjenlo que se chin… él solo!”. FIN.