De la complacencia a la complicidad
¿Represión? Es la que llevan a cabo esos sedicentes maestros contra los ciudadanos, a los que reprimen y usan como rehenes para obtener sus indebidos gajes.

El siquiatra le informó a su paciente: “No es que tenga usted complejo de inferioridad, señor Wormilio; lo que pasa es que realmente es inferior”. La tragedia del 68 dejó a los gobernantes de nuestro País un incurable trauma cuyo nombre es represión. Temen aplicar la ley, pues si la aplican no faltarán voces de vociferantes que los acusarán de represores. Se acoquinan, entonces, se acobardan, y prefieren dejar hacer, dejar pasar, antes que hacer que pase algo. De ahí deriva una actitud omisa -no digo también remisa y sumisa por no hacer jueguitos de palabras- que frecuentemente cobra visos de contubernio tácito. Pasan de la complacencia a la complicidad. Tal postura es la que ha asumido Claudia Sheinbaum ante la nefanda CNTE. ¿Represión? Es la que llevan a cabo esos sedicentes maestros contra los ciudadanos, a los que reprimen y usan como rehenes para obtener sus indebidos gajes. Esos líderes, que en sus acciones han llegado hasta a ordenar a sus mesnadas la clausura del Palacio Nacional, deberían ser objeto de una investigación. Se encontrarían así indicios de corrupciones que mostrarían cómo esos pillos medran lo mismo obligando a sus cohortes a seguirlos y a incurrir en los ilegales actos de presión que ejercen sobre la ciudadanía, que obteniendo para sí mismos ilícitos recursos. Entre las características principales del orden jurídico están la abstracción y la generalidad. Eso significa que la ley no debe hacer distinción de personas, y aplicarse a todos por igual. Los líderes de la CNTE gozan de absoluta impunidad a pesar de todos sus desmanes. Se les proporciona incluso protección policial para que nadie intente molestarlos. El único recurso que a los ciudadanos queda ante esos truhanes, rufianes, jayanes y barbajanes (ah, conque jueguitos de palabras ¿eh?) es la mentada de madre. Él y ella estaban en el departamento de él, a media luz los dos. Habían bebido tres o cuatro copas de un excitante tinto, y escucharon música de saxofón, instrumento de sugestiva voz. Pensó él que era llegado el momento, y le preguntó a ella: “¿Pones objeción a realizar el acto del amor?”. Replicó ella: “Nunca lo he hecho”. Él se desconcertó: “¿Nunca has hecho el amor?”. “No -aclaró ella-. Nunca he puesto objeción a realizar el acto del amor”. La madura célibe le dijo, coqueta, al añoso caballero: “Me llamo Clarabella, pero con el tiempo se me acabó lo bella. Puede usted llamarme simplemente Clara”. Respondió el provecto señor: “Yo me llamo Agapito, pero con el tiempo. Puede usted llamarme simplemente Aga”. Don Abacerio, el tendero del lugar, fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo los pecados de costumbre: Un domingo no fue a misa; no rezaba sus oraciones de la noche; había jurado por Dios. Le preguntó el buen sacerdote: “¿Das kilos completos en tu tienda o tienes arreglada la báscula?”. Replicó el abarrotero: “Señor cura: Vine a hablar de religión, no de negocios”. Don Abdómero se sometió durante meses a fatigosos ejercicios físicos y a dietas monacales, y pensó que al fin había logrado tener un cuerpo regular. No era así. Las lonjas le colgaban, y seguía tan ventripotente como antes. Aun así le preguntó, ufano, a su mujer: “¿Qué pensarían las vecinas si me vieran pasear sin ropa por el jardín?”. Replicó en tono acre la señora: “Pensarían que me casé contigo por tu dinero”. “¿De quién son estas pompitas tan hermosas?”. Tal pregunta le hizo en la noche de bodas el joven Cástulo a su flamante desposada. Respondió ella con pragmatismo que habría aplaudido William James: “No entremos en cosas del pasado, Castulito. Ahora son tuyas; eso es lo único que te debe importar”. FIN.
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