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La iglesia que dejé

Ese miedo irracional a morirme y al diablo se sumaba al terror de ser golpeado y humillado por tres sacerdotes que se encargaban de la conducta en la escuela.

Jorge  Ramos

En estos días que se escoge un nuevo Papa, la imagen de apertura que siempre proyectó el papa Francisco contrasta con una institución que sigue cerrada al cambio, a las mujeres y a juzgar a los sacerdotes acusados de violaciones sexuales a menores de edad. En los últimos días, las redes sociales nos han inundado con un mar de datos, y de él pude rescatar dos videos muy simbólicos de los retos que enfrenta la iglesia.

“¿Sabe usted qué es una persona no binaria?”, le preguntó al papa Francisco una adolescente de España. Y el pontífice dijo que sí.

Pero para que no quedaran dudas, la joven dio una breve explicación: “Para los que no lo saben, una persona no binaria no es ni un hombre ni mujer, o al menos no totalmente o no todo el tiempo. Hay personas que fluyen. Yo soy Celia, una persona no binaria, y también soy cristiana. A veces es muy difícil llevar las dos cosas en la vida, y quería preguntarle si ve un espacio en la iglesia para las personas trans, o las personas no binarias y el colectivo LGBT?”.

El Papa, sonriendo, contestó. “Toda persona es hijo de Dios”, dijo. “Dios no rechaza a nadie. Dios es padre. Yo no tengo ningún derecho a rechazar a alguien de la iglesia”. En otro video, un niño llorando llamado Emanuele se le acercó al Papa y, al oído, le preguntó si su padre -que era ateo pero que había bautizado a sus cuatro hijos antes de morir- estaba en el cielo. Francisco le contesta que su papá era valiente “y tenía un buen corazón”.

De nuevo, el pontífice habla de una Iglesia Católica que debe estar abierta a todos. A todos. Las preguntas de este niño y de esta adolescente me recuerdan tanto a las dudas sobre las creencias de la Iglesia Católica que yo tenía cuando era niño. Esas dudas, eventualmente, me separaron totalmente del cristianismo y de cualquier religión.

Recuerdo una fotografía en blanco y negro que alguna vez vi entre los papeles de mi mamá, hecha el día de mi primera comunión. Aparezco de traje y corbata, y hay una vela apagada. Tendría unos 10 años, con cara de susto. No me extraña. Vivía aterrado de morirme sin confesarme.

Ese miedo nos lo habían inculcado los sacerdotes benedictinos de la escuela privada a la que iba en el Estado de México. Nos decían que, si no confesábamos todos nuestros pecados, corríamos el riesgo de pasar una eternidad con el diablo. Mi miedo era tan grande que los viernes, el día de la confesión, me inventaba pecados para tener una especie de crédito con el cielo en caso de men tir o portarme mal durante el resto de la semana.

Ese miedo irracional a morirme y al diablo se sumaba al terror de ser golpeado y humillado por tres sacerdotes que se encargaban de la conducta en la escuela. Solían caminar con suelas de zapato en la mano -que llamaban “neolite”- y nos golpeaban en las nalgas y en las manos ante cualquier infracción. También era frecuente que nos jalaran el pelo, a la altura de las patillas, hasta que nuestros piestocaban el piso solo con la punta del zapato.

Y aún tengo grabada la imagen de los castigos más graves en que ponían a un estudiante en lamitad del patio, hincado, a la vista de todos y con los brazos estirados a los lados cargando pesados libros.

Lo más triste de todo es que nuestros padres sabían lo que estaba pasando en el colegio, pero no se atrevían a enfrentar a los religiosos por temor a que nos expulsaran. El abuso físico y el terror sicológico que sufrimos muchos estudiantes de esa escuela, desde la primaria hasta la preparatoria, me apartaron totalmente de la Iglesia Católica.

¿Cómo era posible que estos supuestos representantes de Dios fueran tan crueles y malévolos con los niños que debían cuidar? ¿Cómo podían saber algo sobre el cielo y el infierno? Su fe no estaba basada en ninguna evidencia. Y a golpes no nos iban a convencer.

Durante años soñé con vengarme algún día de ellos por lo que nos hicieron. Pero en lugar de hacerles más caso, terminé por olvidarlos. Y también a la iglesia que representaban. Muchos ex compañeros me han dicho que no podemos juzgar a toda una iglesia por lo que hicieron tres sacerdotes. Tienen razón. Aun así, sus argumentos basados en puras creencias no se sostienen ni al más leve escrutinio. Por eso dejé la iglesia. Vivir como agnóstico te obliga a cuestionarlo todo.

Tengo que reconocer que sería menos angustiante tener fe y estar convencido que, tras morir, volvería a ver a mi padre, a mi hermano Alejandro, a mi amigo Félix, a mi gata Lola y a mi perro Sunset. Y no tengo esa certeza. Agradezco, siempre, todos esos esfuerzos colectivos por salvar mi alma, con biblias, oraciones, discursos y ejemplos alentadores.

Me alegran el corazón y refuerzan mis amistades, pero no me han devuelto la fe. Muy pronto sabremos quién será el nuevo Papa, aunque es difícil que vaya a tener la empatía y la humildad de Francisco. Además, para ser verdaderamente revolucionario, tendría que darles a las mujeres las mismas oportunidades que a los hombres -incluso la de llegar al pontificado- y poner tras las rejas a tantos sacerdotes responsables de abuso sexual a menores. No es poca cosa y no lo veo posible. Y por eso, entre muchas otras razones, mequedo sin iglesia y sin fe.

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