Humor dominical
Muy dispareja era aquella pareja. Cuando esos recién casados llegaron al hotel todos al verlos se asombraron.
Muy dispareja era aquella pareja. Cuando esos recién casados llegaron al hotel todos al verlos se asombraron. El novio andaría por los 80 años y estaba laso, feble, cuculmeque y escuchimizado. La novia, en cambio, no pasaba de los 20, y su aspecto correspondía a su edad: Frondosa, guapa, llena de vida, rezumaba juventud y majeza por todos los poros de su cuerpo, o al menos por la inmensa mayoría de ellos.
Sucedió, sin embargo, que ya en la suite nupcial el provecto marido le hizo en competente forma el amor a su mujer una y otra vez, con fogosidad, empuje y ardimiento -sobre todo empuje- propios de mancebo en flor. Así la tuvo durante cuatro días, en los cuales la estupefacta novia apenas tuvo tiempo de comer un sándwich, pues aun en ese momento su infatigable esposo se las arreglaba para repetir nuevamente la pasional acción.
No alargaré la historia. Al quinto día el señor aceptó de mala gana la solicitud que le hizo la muchacha de ir al restaurante del hotel a comer algo de mayor sustancia. Cuando llegaron ahí causaron la expectación tanto del personal como de la clientela, pues ahora la joven mujer se miraba exánime, exangüe, exhausta, exinanida y extenuada, mientras el veterano se veía flamante, pimpante, exuberante, campante y rozagante.
Fue la muchacha a servirse algo del bufet, y una de las meseras se dirigió a ella y le preguntó, curiosa: “Perdone, la indiscreción, señora. Su esposo es adulto mayor, por no decir anciano o viejo, y usted se halla en la primavera de la vida. ¿Por qué él se ve tan bien, tan lozano, tan lleno de gallardía, tan ufano y airoso, en tanto que usted se mira en lamentable estado de cansancio, fatiga, agotamiento y extenuación total?”.
Explicó la muchacha: “Fui al matrimonio engañada. Antes de casarnos mi marido me dijo que había estado 50 años de su vida ahorrando, pero yo creí que dinero”.
Dos vendedores amigos entre sí ocuparon cada uno su habitación en la única hospedería que había en aquel pueblo. Uno de ellos se sintió solo, y le dio una propina generosa al propietario a fin de que le allegara la compañía de una musa de la noche. Se la consiguió el sujeto, ducho en mesteres de alcahuetería, y el viajero y la odalisca, previo pago, se despojaron de sus vestimentas a fin de proceder a la refocilación.
Iban ya a comenzarla cuando estalló un incendio en la posada. Los dos corrieron hacia la salida, y lo hicieron con tal premura que ni siquiera alcanzaron a cubrirse con una sábana. En aquellas prisas él vino al suelo y se quebró una pierna. Cuando lo subían a la ambulancia, extinguido ya el fuego, vio a su amigo y le dijo: “Si te topas con una mujer sin ropa llévatela a tu cuarto. Ya está pagada”.
En el Ensalivadero, solitario y umbrío paraje en las afueras de la ciudad al que acuden por la noche en automóvil los enamorados, el galán le pidió a su compañera que se pasaran al asiento trasero del vehículo para gozar ahí los ardientes deliquios del pasional amor. Ella aceptó la solicitud del anhelante joven, pero le hizo una rara petición: “Nomás no me toques los brazos”. “¿Por qué?”-preguntó él, intrigado. Respondió ella: “Mi mamá me dijo: ‘Cuando estés con un hombre no des tu brazo a torcer’”.
La voluptuosa vecina de Simplicio, joven varón sin ciencia de la vida, lo invitó a visitarla en su departamento. Lo recibió cubierta sólo por vaporoso negligé, y tras un par de copas lo condujo a la alcoba. Ahí le musitó al oído, insinuante y sugestiva: “Las abejitas lo hacen. Las mariposas lo hacen. Las libélulas lo hacen. ¿Por qué nosotros no lo hacemos?”.
“¡Ay, tontita”! -se rio Simplicio-. ¿Cómo crees que vamos a poder volar?”.
FIN.
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