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Humor dominical

Don Poseidón, señor de moralidad estricta y otras costumbres antañonas, le hizo notar a la maestra recién llegada al rancho: “La falda que lleva usté es muy corta”.

. Catón

En la fiesta privada un caballero de muy buena presencia, parecido al gran actor cinematográfico Louis Calhern, se dirigió a la señorita Himenia, célibe de edad madura, y le ofreció con actitud galante: “¿Gusta una copa? ¿O prefiere bailar? ¿O le gustaría ir conmigo a un sitio más discreto?”.

Respondió la señorita Himenia: “Sí. Sí. Sí”.

Don Poseidón, señor de moralidad estricta y otras costumbres antañonas, le hizo notar a la maestra recién llegada al rancho: “La falda que lleva usté es muy corta”.

Replicó la profesora: “Es que, como usted habrá notado, soy de amplio criterio”. En eso la mujer tropezó y vino al suelo de sentón. “¡Santo Cielo! -se preocupó don Poseidón al tiempo que la ayudaba a levantarse-. ¡Ojalá no se haya lastimado usté el criterio!”.

Un hombre joven iba muy bien vestido. Lucía traje y corbata, prenda ésta que va cayendo ya en desuso y que seguramente acabará por desaparecer como el chaleco, las polainas o la leopoldina. Calzaba zapatos de charol, no tenis, y se veía en el ojal de su solapa una gardenia, flor aromada de canciones.

Un amigo se topó con él, y al verlo con ese atuendo tan fifí, conservador, aspiracionista y neoliberal, le preguntó curioso: “¿A dónde vas?”.

“A una boda” -respondió el muchacho.

“¿Quién se casa?” -quiso saber el otro.

“Mi abuelo” -contestó el interrogado.

“¿Tu abuelo? -se asombró el amigo-. Pues ¿qué edad tiene?”.

“85 años”.

El asombro del que preguntaba fue mayor: “¿Y a los 85 años quiere casarse?”.

Replicó el nieto: “No quiere. Tiene qué”.

Para ilustrar el anterior relato, me permito decir que hay numerosos casos de personajes que a edad provecta seguían haciendo obra de varón, como Casals, Chaplin y Picasso. En mi ciudad hubo un señor que pese a ser casi nonagenario era famoso, pues se decía de él que conservaba intactas todas las facultades de cintura abajo. Y no me refiero a las de caminar.

Un joven forastero supo de aquel verriondo anciano, y como él era también esforzado adalid en batallas de colchón fue a desafiarlo. Le preguntó el añoso casanova: “¿Y en qué consiste el reto, jovencito?”.

Le explicó el mancebo: “Cada uno de nosotros irá a su habitación en compañía de una dama bien dispuesta y resistente. El que en el curso de la noche le haga más veces el amor a su pareja, ese será el ganador”.

El viejito se negaba a aceptar tal desafío. Él hacía lo suyo no para dar brillo a su nombre, sino Ars gratia artis, por amor al arte, como dice el lema de la Metro-Goldwyn-Mayer. Sus convecinos, sin embargo, lo incitaron a defender el honor de la ciudad, así que aceptó el reto de su joven adversario en las condiciones por él determinadas.

Esa misma noche, cada combatiente se fue a su respectivo cuarto acompañado por una señora previamente informada de aquel singular duelo. Transcurrieron las horas nocturnales en medio de la expectación del caserío. ¿Quién obtendría la victoria en la galana justa? Unos apostaban por el viejo y experimentado follador: otros por el joven y bien guarnido desafiante.

No alargaré más esta veraz historia. El muchacho le hizo el amor a su pareja tres veces en el curso de la noche. A fin de señalar su hazaña, puso en la pared tres rayas. A eso de las nueve de la mañana salió de la habitación, y notó que la puerta de su rival aún estaba cerrada. “¡Pobre anciano! -se burló, desdeñoso-. ¡Tan agotado quedó que ni fuerzas ha tenido para levantarse!”.

Y se alejó, seguro de su triunfo.

Cercano ya al mediodía apareció el anciano. Fue al cuarto que había ocupado el joven y vio en la pared las tres rayitas.

“¡Caramba! -exclamó apesadumbrado-. ¡Ciento once! ¡Me ganó por tres!”.

FIN.

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