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Por gratitud

Un hombre agradece un licor mediocre que curó su enfermedad intestinal y decide votar por el PRI por gratitud, argumentando la seguridad que han proporcionado en su ciudad.

. Catón

Este señor de mi ciudad tenía ascendencia inglesa. Era un gentleman en toda la extensión de esa palabra, extensa ya de sí. Vestía con británica elegancia, lo cual le daba un porte distinguido por su aventajada estatura y su esbeltez. Hombre rico, vivía en chalet de lujo y cada año hacía con su familia un recorrido por el mundo.

Y sin embargo, aquel dineroso caballero, que podía beber el mejor whiskey de Irlanda o el más caro coñac francés, bebía siempre un licor hecho en Saltillo, sospechosa mixtión que presumía de ser brandy pero que era en verdad un vil marrascapache, un infame chínguere, un soyate de lo más plebeyo.

Le preguntaban al señor por qué tomaba esa agua negra y respondía: “Por gratitud”. Narraba la singular historia. Sufría de la presencia en su intestino de una lombriz de las llamadas solitarias. Tenia solium, entiendo que es su nombre. Había ido a las mejores clínicas, algunas en Europa, buscando alivio para su penoso mal. Inútil todo. Estaba resignado ya a cargar de por vida con aquel desgraciado platelminto cuando una madrugada, de regreso de un viaje, se llegó al bar del Casino y pidió un whiskey para después irse a dormir.

“Le voy a quedar mal, don Fulano -se disculpó el cantinero usando una expresión usual entre los de su oficio-. Esta noche tuvimos una boda y se nos acabaron todas las bebidas. Lo único que tengo es una botella de...”. Y mencionó la canallesca pócima arriba mencionada.

“Pues dame aunque sea eso -pidió el señor, urgido-. Necesito un trago para relajarme”. Se tomó una copa de lo que el camarero le sirvió. Abreviaré el relato: Temprano al día siguiente el señor expulsó la solitaria. Desde aquel día no bebió más licor que aquel de tan horrible catadura. “Por gratitud” -ya dije que decía.

Pues bien: Declaro sin ambages que por la misma razón, por agradecimiento, el próximo domingo yo votaré en Saltillo, mi ciudad, por los candidatos del PRI. Lo haré por dos razones. La primera, porque todos son buenos candidatos. Hablo de Miguel Ángel Riquelme Solís, excelente gobernador que fue de Coahuila; de María Bárbara Cepeda Boehringer, talentosa representante de las nuevas generaciones; de Javier Díaz, candidato a alcalde de Saltillo, ayer destacado deportista olímpico, hoy político joven lleno de cualidades y que seguramente continuará la magnífica labor llevada a cabo al frente de la Comuna saltillense por José María Fraustro Siller; hablo de Jaime Bueno Zertuche y de Jericó Abramo Masso, congresistas los dos de sólida experiencia. Ellos son la primera razón por la cual daré mi voto al PRI.

La segunda es que los gobiernos priistas han hecho de mi ciudad y de mi Estado un oasis de seguridad en medio de entidades asoladas por la violencia criminal. Coahuila es el último bastión que el PRI conserva en el País. No desconozco los vicios que encarnan en personajes como el tal Alito, ni la grave corrupción que caracterizó a ese partido en el sexenio federal anterior a éste, pero pecaría de ingratitud -feo pecado- si no reconociera los beneficios que en estos últimos tiempos ha recibido mi solar nativo de los gobiernos priistas, incluido el actual, a cargo de Manolo Jiménez Salinas, que en el poco tiempo que lleva al frente del Estado le ha dado impulso ya en renglones tan importantes como el de la inversión y el empleo.

Todo esto que digo, con excepción de la historia de la solitaria y el marrascapache, sucedida ya hace mucho tiempo, lo podrá comprobar cualquier interesado interrogando a cualquier ciudadano coahuilense. He razonado, pues, mi voto.

Y a las razones aducidas añado otra: Un voto por Morena es un voto contra México. FIN.

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