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Las ratas de Yuste y el chango de Elon

La situación va en serio, y tanto así, que el mismo doctor Yuste ha promovido la creación de una iniciativa para la protección de los derechos humanos cerebrales, llamada “NeuroRights Initiative” (Iniciativa de los Derechos Cerebrales).

Hace cinco años se exhibió cómo unas ratas, mediante electrodos implantados en su cerebro, podían ver cosas que en realidad no estaban ahí; fue el resultado de un experimento del doctor español Rafael Yuste de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Hace tres años un mono macaco de nueve años de edad, llamado Pager, fue mostrado en público entretenido con el videojuego Pong que el chango manejaba bien con su mente tras habérsele implantado un dispositivo en su cerebro; fue el resultado de un experimento de la empresa Neuralink, de Elon Musk.

Estos y otros logros de la tecnociencia aplicada a la función cerebral representan, por un lado, un impactante avance en neurociencia pero, a la vez, un riesgo de alcances insospechados sobre el control que, desde fuera, se podría tener sobre el funcionamiento cerebral de las personas.

La situación va en serio, y tanto así, que el mismo doctor Yuste ha promovido la creación de una iniciativa para la protección de los derechos humanos cerebrales, llamada “NeuroRights Initiative” (Iniciativa de los Derechos Cerebrales).

Todo esto ha ampliado el campo de la neuroética que estudia y define los límites morales de las intervenciones sobre la función neurológica y que, a su vez, ha provocado el surgimiento de una novedosa rama del Derecho precisamente para establecer los aspectos jurídicos de las intervenciones que podrían afectar el funcionamiento cerebral y que, hasta hoy, el consenso define cinco neuroderechos: El derecho a la identidad personal, derecho al libre albedrío, derecho a la privacidad mental, derecho a las mejoras del intelecto y el derecho a la protección contra los sesgos.

Es importante irnos familiarizando con estos nuevos derechos que son exigibles en todos y por todos y que, una vez bien codificados en las leyes y reglamentos, servirán para actuar legal y judicialmente contra quienes atenten o violen las prerrogativas fundamentales del cerebro de cada quien.

En palabras un poco más prácticas, esos cinco derechos, que tarde o temprano lo serán de todos, son para proteger aquellas propiedades que tienen su sede corporal en nuestro cerebro, como el llamado “sentido del yo” de cada persona y evitar que éste se pierda por la intervención de redes digitales externas al individuo.

Por otra parte, proteger la libertad de decisión y autonomía evitándose la manipulación por medio de dispositivos neurotecnológicos; también que se defienda la privacidad de lo que piensa -o sea, de la mente- de cada individuo; y en relación al derecho a mejorar nuestra capacidad intelectual, pues que tal derecho sea de acceso equivalente a todos de manera que se eviten desigualdades.

Finalmente, la protección contra los sesgos se refiere a que los beneficios que pudieran suponer los recursos tecnocientíficos en la esfera cerebral no establezcan discriminación por motivos del pensamiento personal, incluso que el hallazgo de tal o cual pensamiento sea utilizado para establecer una especie de estigma en la persona.

En la práctica, podrían ser objeto de manipulación las preferencias de cada persona que darían campo a una modalidad de “neuromarketing” para inducir en algunos la opción preferencial por ciertos bienes o servicios, por ciertas ideas políticas e incluso para la inducción del voto electoral, etcétera.

Los neuroderechos constituyen un nuevo esquema jurídico global para proteger al individuo contra los riesgos de los avances en neurotecnología. Chile ya dio el primer paso al modificar su Constitución para proteger “la integridad mental”; la OCDE y el Consejo de Europa ya se han pronunciado sobre los neuroderechos.

Las ratas de Rafael Yuste y el simio de Elon Musk son sólo algunos ejemplos no sólo de lo que ya se ha conseguido sino de lo mucho más que está por lograrse en términos de maniobras de intervención sobre el cerebro humano. Quien diga esto “no me tocará” es porque supone que vivirá muy poco tiempo más.

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