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El Imparcial / Columnas /

Humor dominical

Diversas dinámicas humanas con una pizca de humor y observación.

Digámoslo en términos explícitos: Inepcio no sabía hacer el amor. La naturaleza suele suplir esa ignorancia, según lo expuso el escritor heleno Longo en su bucólica novelita “Dafnis y Cloe”, pero en el caso de Inepcio esa maestra se mostró remisa, y cuando le llegó la hora de casarse el imperito joven fue a la noche nupcial sin conocer los rudimentos del acto natural, pues su única experiencia en materia de sexo había sido la que el inglés Anthony Burgess solía llamar “five versus one”. La novia de Inepcio notó al punto la incompetencia del galán y declaró con acento de resignación evocando el nombre de un programa radiofónico: “¡Vaya! ¡Veo que otra vez me tocó La Hora del Aficionado!”. Caso contrario el del marino que en Nantucket contrajo matrimonio con una matrona viuda extremadamente gorda, tanto que en la ceremonia de la boda tuvieron que ponerle dos sillas, pues en una sola no cabía su profuso nalgatorio. El padre del muchacho no conocía a la novia, y al verla le surgió una duda. “Hijo -le preguntó al muchacho-. ¿Estás seguro de que hoy en la noche podrás hallar el camino de la felicidad?”. “Claro que sí, padre -respondió con certeza el desposado-. Recuerde usted que soy arponero en barcos cazadores de ballenas”. Don Cucurulo, señor con más años que dos pericos juntos, invitó a cenar a la linda Rosibel. La muchacha poseía la virtud del agradecimiento, rara en estos tiempos. Y en todos, dijo Antonio Plaza en sus dolidos versos: “El amor no se derrama. / La gratitud no aparece. / Sólo una madre nos ama / y sólo un perro agradece”. Así, al final del condumio la bella joven le sugirió, insinuante, a su provecto invitador: “Si quiere usted, don Cucu, podemos ir a un lugar más íntimo”. “Gracias, hermosa -contestó él-, pero ya es demasiado tarde”. “¿Demasiado tarde? -se sorprendió Rosibel-. Son apenas las 9:00 de la noche”. “No, chula -suspiró don Cucurulo-. Son 20 años demasiado tarde”. (Nota. El valetudinario caballero lo único que deseaba era gozar la agradable compañía de la joven, y quizá echar de vez en cuando una furtiva mirada a su cleavage, que así llaman los anglosajones a la incitativa parte que media entre un seno y otro de la mujer. En una de sus más originales y fulgurantes imágenes López Velarde habló de “la harina rebanada en el doble trofeo de los fértiles bustos”). La mamá de Pepito le dijo: “Te estoy dando una orden. Obedéceme”. “No -replicó el muchachillo, engallado-. ¿Acaso crees que estás hablando con mi papá?”. Don Feblicio fue a la consulta de un médico. Lo acompañó su esposa doña Insacia. “Estoy deprimido, doctor” -manifestó con débil voz el visitante. “No te andes con rodeos -acotó la señora-. Señálale al doctor cuál es la parte precisa que tienes deprimida”. Grande fue la iracundia de don Astasio cuando al llegar a su casa encontró a su esposa Clorimela en trance de erotismo con un tipo. “¡Ah! -bufó poseído por explicable cólera-. ¡Esto me lo va usted a pagar!”. Argumentó el individuo: “Ya le pagué a ella”. (Lo sucedido no debe extrañar. Don Astasio, celoso de su honor y todo, se olvidaba de darle a su mujer lo necesario para el sustento diario. Ella debía entonces recurrir a extremos vergonzosos a fin de no fenecer de hambre. “Primero comer y luego ser cristianos”, reza un sapiente dicho poco piadoso pero muy realista. La irregular conducta de doña Clorimela se explica en una cuarteta inurbana y chocarrera para cuya comprensión se debe leer el nombre del signo ortográfico en que termina cada verso. He aquí esa tosquedad propia del pasado: “La mujer que tiene / y que no tiene qué, /tiene que vender el / para que del,”). FIN.