Humor dominical
De política y cosas peores
Don Carmelino Patané se puso piyama de madera y fue a dormir en la casa del Gran Doráis. Eso, en el caló del bajo mundo de la Ciudad de México, quería decir que se murió. El Gran Doráis era Dios, y la piyama de madera el ataúd. Al día siguiente de su tránsito o deceso su esposa fue a poner una nota en el obituario del periódico local. Le dictó al encargado: “Falleció Carmelino Patané”. El hombre le indicó: “Por el mismo precio tiene usted derecho a siete palabras más”. Tras una pausa la señora le pidió que pusiera: “Viuda joven de buen ver busca marido”.
Un crítico musical y su amigo de Argentina asistieron al recital de una contralto. En el intermedio comentó el crítico: “Esa mujer tiene más pompas que voz”. Saltó el porteño: “¿Más pompas que yo, che pibe?”.
Ya conocemos a Capronio: Es un sujeto ruin y desconsiderado. Le dijo a un compañero: “La casa de mi suegra está a tiro de piedra de la mía. Lo sé porque todos los días le tiro una”.
Don Meandro, señor de edad madura, acudió a la consulta de un médico y le refirió, apenado, su problema: “Todos los días mojo la cama, doctor. Y es que en el sueño se me aparece un duendecillo y me pregunta: ‘¿Ya hiciste pipí?’. Le contesto: ‘No’. Me dice: ‘Pues haz’. Entonces es cuando mojo la cama”. Después de murmurar “Mmm” con la mano puesta en el mentón, gesto que le permitía aumentar sus honorarios en un 15%, el facultativo le indicó: “Su problema es fácil de resolver, amigo. La próxima vez que el duendecillo le pregunte: ‘¿Ya hiciste pipí?’ respóndale con firmeza: ‘Sí, ya hice’”. Con eso el duendecillo se irá y usted ya no mojará la cama. Días después don Meandro regresó al consultorio del galeno. Se quejó, mohíno: “El remedio resultó peor que la enfermedad, doctor”. “¿Por qué?” -inquirió el médico sin siquiera hacer: “Mmm”. Narró don Meandro: “El duendecillo se me apareció en el sueño, como todas las noches, y me preguntó: ‘¿Ya hiciste pipí?’. Tal como usted me aconsejó le respondí con tono firme: ‘Sí, ya hice’. Me preguntó entonces: ‘¿Y popó?’”.
(Nota. Historiadores serios como Barbara Tuchman y Cornelius Ryan aseguran que en la Batalla del Desierto los ingleses de Montgomery vencieron a los alemanes de Rommel no por sus aviones, tanques de guerra o ametralladoras, sino por sus bacinicas. En efecto, mientras los soldados británicos defecaban en recipientes ad hoc en los cuales las heces quedaban confinadas, los nazis lo hacían a campo abierto, y esa contaminación les provocaba males gástricos de todo orden que no solamente los debilitaban, sino que los obligaban a dejar sus puestos de combate en el momento más álgido de las batallas por causa de las carrerillas En los anales de la Segunda Guerra debería haber un capítulo de homenaje a los valiosos servicios prestados por la bacinica.).
Los pescadores con anzuelo son por lo general hombres taciturnos. Gustan de la soledad y del silencio. Y mientras esperan que el pez se convierta en pescado se sumen en sus pensamientos y meditaciones. He llegado a sospechar que son misántropos disfrazados de pescadores; anacoretas, cenobitas o ermitaños con caña de pescar. Un cierto amigo mío me invitó a tirar el anzuelo desde un puente de 50 metros de largo. Llegó otro pescador y se puso en el extremo opuesto. “Vámonos -me dijo mi amigo, irritado-. Esto ya se abarrotó”. Precioso don es el de la soledad, pero sólo cuando la compañía está cerca. El caso es que dos de esos lacónicos pescadores estaban pescando, y uno de ellos sacó una sirena. Sin vacilar la devolvió al mar. “¿Por qué?” -le preguntó el otro. Respondió escuetamente el pescador: “¿Por dónde?”. FIN.
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