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Notas de viaje: Burdeos

Los romanos tomaron la villa y en el siglo I introdujeron la siembra de la vid con lo que sentaron las bases para la formación de la más prestigiosa región vinícola de Francia.

La ciudad de Burdeos está situada en el Suroeste de Francia, a unos 600 kilómetros por carretera de París. Es un recorrido que toma casi 7 horas en carro, y que nosotros realizamos en un tren rápido que salió de la capital unos minutos antes de las 11:00 de la mañana y nos colocó en la estación de trenes bordelesa un poco antes de las 13:00: Íbamos a un promedio de 300 kilómetros por hora, admirando el paisaje y sin mucha conciencia de la rapidez del ferrocarril.

Los cuatro expedicionarios arribamos a Burdeos al mediodía y nos instalamos en un hotel céntrico, cómodo y confortable, con cuartos amplios y muy tranquilos. Pronto estuvimos dispuestos a salir y explorar la ciudad. Burdeos tiene una añeja historia, fue un poblado celta importante, Bordigala le llamaban, situado a la orilla del río Garona, justo antes de que se encuentre con el Atlántico, y conforma un enorme estuario navegable, lo que hace del sitio un excelente puerto.

Los romanos tomaron la villa y en el siglo I introdujeron la siembra de la vid con lo que sentaron las bases para la formación de la más prestigiosa región vinícola de Francia. Muy pronto se fue estableciendo como la ciudad más importante de la Aquitania conformada por descendientes de celtas y romanos, más los vecinos de origen vasco, situados a la sombra de los Pirineos, siempre un poco levantiscos y orgullosos de su vida un tanto aislada y emancipada. Es una región que siento cercana, los Camou tenemos origen vasco: Los primeros que arribaron a Sonora, hace casi dos siglos, venían de una población llamada Oloron-Sainte-Marie, situada a unos 250 kilómetros al Sur de Burdeos.

Una vez instalados salimos a buscar los sagrados alimentos. Caminamos unas cuadras y nos encontramos frente al impresionante Gran Teatro de la Comedia, un edificio neoclásico del siglo XVIII, con una placita al Sur donde se encontraban varios restaurantes al aire libre, llenos de comensales. De inmediato buscamos una mesa y ordenamos un vino blanco de la cercana zona de Graves, muy fresco y sabroso. Para compartir pedimos un plato de foie grass acompañado con panes rústicos y cebollas caramelizadas, y luego una fuente de ostiones fresquísimos, con sabor a mar y regusto de yodo, que fueron una excelente introducción a la cocina regional. A continuación, mi compañera se inclinó por la cocina mexicana y pidió una ensalada César con pollo, mientras que nosotros preferimos unas pechugas de pato (“magret” le llaman) producto estelar de la culinaria local, siempre acompañadas con papas fritas (¡cuando las saltean en grasa de pato resultan sublimes!).

Al terminar caminamos hacia el río Garona, donde hay una plaza llamada “de la Bolsa” y un “espejo de agua”, una gran extensión de piedra negra, medio porosa, que cubren con escasos dos centímetros del líquido, y que permite a niños y adultos jugar y caminar, y que regularmente exhala una nube de vapor que cubre toda el área y acentúa las posibilidades de corretear y desaparecer en aquel espacio lúdico y liberador.

Volvimos al hotel a descansar un poco, reponernos del cambio de horario, para aprestarnos a cenar a buena hora en un restaurante vecino, Maison des Frommages, o Casa de los Quesos, cuyo nombre es una promesa y una aventura: Francia tiene, según De Gaulle, 265 quesos distintos, y en ese mesón nos mostraron una cava donde tenían unas dos centenas de tentaciones lácteas: Una opción era dejarnos libres en esa cava, con abundante pan y baguettes, y servirnos a placer entre tanta abundancia quesera. Era caro y anunciaba un panorama de indecisiones angustiosas; preferimos una opción más modesta, platos de 8 ó 10 quesos, carnes frías, panes y una ensalada, todo con un precio más cómodo; y nos quedamos con la utopía de, un día, atacar aquel recinto de forma metódica, durante horas, acompañando los cientos de quesos con panes y litros de vino.