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Concha Urquiza: una muerte por agua

1945 es el año en que termina la Segunda Guerra Mundial con el triunfo de las fuerzas aliadas sobre las potencias del Eje Roma-Berlín-Tokio.

1945 es el año en que termina la Segunda Guerra Mundial con el triunfo de las fuerzas aliadas sobre las potencias del Eje Roma-Berlín-Tokio. Pero en nuestra entidad, en términos literarios, 1945 es el año en que mueren dos autores llegados a Baja California en tiempos recientes: el poeta y profesor Laureano Sánchez Gallego y una poeta michoacana, cuyos versos de intenso misticismo, la habían colocado para entonces como una representante de la poesía erótico-religiosa: Concha Urquiza.

Parafraseando a Jorge Manrique, los poetas son ríos que van a dar al mar que es el morir. En Baja California, una delgada península rodeada por las aguas tranquilas del mar de Cortés al este y por las aguas tempestuosas del océano Pacífico al oeste, nadie vive muy lejos del rumor marino. Incluso el desértico valle mexicalense es un antiguo lecho marino: una planicie salinosa y cristalina, donde los fósiles de peces y crustáceos están al orden del día.

La tradición literaria bajacaliforniana cuenta con evidentes uniones entre literatura y muerte por agua. Concha Urquiza, la poeta mexicana, llegó a Ensenada en plena crisis de vida y creación: el misticismo que la había conducido a una orden religiosa católica ya no era suficiente para equilibrar sus cantos a la divinidad con un erotismo cada vez menos espiritual, con una pasión donde el cuerpo ya no era una simple cáscara del alma sino un fin en sí mismo. En 1945, a sus 35 años, aceptó una plaza de maestra en un colegio de monjas en Tijuana como una forma de alejarse de sus conflictos existenciales y metafísicos, de un amor desgraciado y asfixiante en el interior del país.

Si hay algo que los bajacalifornianos saben bien es que el océano Pacífico poco tiene de pacífico para quienes se meten en sus aguas. Por eso, para muchos fue un episodio inexplicable la muerte por agua de una poeta joven como Urquiza: “Méndez Plancarte escribió en 1946 su versión: “Y un 20 de junio por la tarde fue en compañía de varias personas al balneario llamado ‘El Estero’ (en Estero Beach, Campo de los Novelo); se embarcó y cerca de un islote quedóse, con uno de sus compañeros a bañarse, mientras los demás se alejaban en la barquilla, mar afuera. Minutos después, uno de ellos creyó oír que lo llamaban; volvió la cabeza para buscar a Concha y ya nada vio. Regresaron enseguida y sólo encontraron, sobre la playa del islote, los vestidos de ambos nadadores. ¿Qué había sucedido? Concha y su compañero habían desaparecido tragados por un fuerte remolino que suele formarse en el lugar.”

Como lo sintetiza el poeta José Vicente Anaya, la vida de Concha Urquiza va de su nacimiento en “Morelia, Michoacán, el 24 de diciembre de 1910. Se crió en la ciudad de México. De 1928 a 1933 vivió en Nueva York. Militó o simpatizó con el Partido Comunista. A partir de 1937 inició una vida religiosa de total entrega, época de su poesía más bella. En 1938 intentó ser monja. Abandonó el convento y se fue a vivir a San Luis Potosí. Murió en 1945, ahogada en el mar de Ensenada, B. C.” Nadie sabe lo que Concha Urquiza realmente encontró en Ensenada, en esos pocos días en que alcanzó a instalarse para dar clases en un colegio de monjas, antes de acudir al llamado del oleaje. Entró al mar, según todos los testimonios, acompañado de Carlos Ruiz de Chávez, un amigo-novio-amante (las versiones abundan sin pruebas conclusivas, como ocurre por lo común en estos episodios) y no se supo más de ellos. Nadaban de muertito, dijo un testigo. Y desaparecieron sin dejar rastro.

Al final, sus restos quedaron en tierra bajacaliforniana, en el cementerio Tepeyac de Tijuana, donde fue sepultada el 22 de junio de 1945. Lo único cierto es que Concha Urquiza murió en Ensenada, en sus aguas traicioneras. La obra que pudo haber escrito en Baja California quedó sin hacer. Pero cosa curiosa: su influencia fue fundamental para muchas otras poetas bajacalifornianas de generaciones posteriores, escritoras que vieron en el camino del misticismo una manera de expresar lo que su cuerpo sentía y necesitaba. Poetas como Gloria Ortiz, María Edma Gómez, Estela Alicia López Lomas o Aglae Margalli. Hijas casquivanas de una madre visionaria que vino a morir en nuestro oleaje, que aquí descansa acunada por el recuerdo de lo que pudo ser y no fue.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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