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El Imparcial / Mexicali / Columna México

Humor dominical

De política y cosas peores

Don Remisio fue a la consulta de un médico particular, pues en el Seguro le dieron cita para el 2029. Le pidió al facultativo: “Dígame lo que tengo, doctor. Pero dígamelo en términos sencillos, no con alguno de esos complicados nombres que ustedes usan y que nadie entiende”. Tras una serie de análisis y estudios el galeno le dio a conocer su diagnóstico: “Se lo diré en términos sencillos, tal como me lo pidió. No tiene usted absolutamente nada. Lo que pasa es que es un güe…”. Respondió en tono humilde don Remisio: “Mi esposa me preguntará qué tengo. ¿No me hace el favor de decírmelo con alguno de esos complicados nombres que ustedes usan y que nadie entiende?”.

A lo largo de la vida me ha sido dado conocer a perínclitos güe.... Uno de ellos, verdolagón ya, o sea treintón o cuarentón, era hijo único de madre viuda. Sonaba la 1:00 de la tarde, ya había caldo en las fondas, y el grandísimo haragán seguía tirado a la bartola en su cama, dormido todavía. La señora lo movía suavemente para despertarlo y le rogaba, tímida: “Ya levántate, hijito. Se te va a hacer tarde para tu siesta”.

Otro individuo, del Sureste él, se preocupó porque le salieron en la espalda y las nalgas -así se llaman, sin perdón sea dicho- unas extrañas marcas que lo hicieron pensar que padecía alguna rara enfermedad de la piel. Su señora le dijo al médico: “No le haga caso, doctor. Son las señales de la hamaca en que se la pasa echado todo el día”.

Para cumplir con la igualdad de género diré que también hay mujeres holgazanas. Un hombre de cierto pueblo del Norte pensó que le había llegado el tiempo de buscar esposa. Quería una que fuera guapa. Ese honroso adjetivo, “guapa”, se aplica en la región norteña no a la mujer hermosa, sino a la que es mujer de su casa, hacendosa, trabajadora, diestra en las faenas domésticas. A fin de hallar a la que haría su esposa el sujeto de mi relato emprendió una labor exploratoria. A todas las jóvenes que conocía las saludaba de mano, y discretamente les rozaba la palma a fin de ver si tenían en ella los callos que deja el cotidiano faenar con la escoba y con el trapeador. En ninguna encontraba esas rugosidades: Todas eran señoritingas que se la vivían frente al espejo, o en chácharas banales con otras de su misma condición. Desesperaba ya de encontrar a la mujer ideal cuando un día le presentaron a una muchacha de un pueblo vecino. Al tomarle la mano sintió -¡oh dicha!- los anhelados callos que buscaba en la mujer a la cual desposaría. Seguramente era guapa, laboriosa, entregada a los quehaceres del hogar. Después de un breve cortejo se casó con ella por las tres leyes: Por el civil, por la Iglesia y por pend…, pues bien pronto descubrió que su esposa no era buena ni pa’l metate ni pa’l petate. Quiero decir que era floja, indolente, perezosa, dejada, negligente, desobligada, ociosa, poltrona, remisa y desidiosa. Tampoco por las noches hacía nada. Su conducta en el lecho era la de los fisiócratas del liberalismo económico: Se limitaba a dejar hacer, dejar pasar. No ponía nada de su parte. De ninguna de sus partes. Eso, claro, molestaba al recién casado, pero más lo mortificaba lo de la indolencia hogareña de su mujer. Cuando vio una escoba preguntó qué era eso y para qué servía. El marido fue a hablar con el padre de su esposa y se quejó con él de la haraganería de su hija. Le ripostó el señor: “¿Entonces por qué se casó con ella?”. Replicó el yerno: “Porque le sentí callos en las manos, y pensé que los tenía por los trabajos de la casa”. “Se equivocó usted -le dijo el suegro-. Esos callos le salieron de tanto estar agarrada a los barrotes de la ventana de la calle viendo pasar a los hombres”. FIN.

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