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Angelito, el boxeador que no pudo ser

Lágrimas, incredulidad e impotencia; en medio del llanto, la familia despidió al pequeño Miguel Ángel, a quien le arrebataron la vida a sus ocho años de edad.

MEXICALI, Baja California.- “Papi, yo los voy a sacar de pobres y les voy a comprar una casa grandota”, les dijo alguna vez cuando su papá le compró un costal de box para que entrenara. Un mes atrás había comenzado a practicar en un pequeño gimnasio de su barrio.

Miguel Ángel era un niño cargado de energía. Dormía hasta tarde, despertaba temprano, renegaba para bañarse y prefería jugar con sus amigos en la calle que sentarse por horas a ver la televisión. No son pocos los vecinos que lo conocieron en la colonia Constitución.

Aunque tenía un carácter noble, era inteligente e irascible. Podía pelearse con un niño y volver a jugar con él como si nada durante la misma tarde. Algunos de sus familiares lo identifican como un espíritu libre que amaba a sus padres.

Resulta difícil pensar que ahora ese niño que todos describen como inquieto, se encuentre dentro de una caja azul, sobre la que se encuentra un retrato, rodeada de arreglos florales, de coronas con cintillos que dicen “Descanse en Paz”.

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El Pelochino

La capilla es oscura, pero unas cuantas luces iluminan un ataúd azul que reposa hasta el frente. Sobre la caja hay dos carritos de juguete, dos arreglos florales y un par de chocolates. A un costado, un par de globos blanco y azul danzan con la mínima brisa.

Un retrato se erige sobre la caja. Es Miguel Ángel y muestra una noble sonrisa. En su mano tiene un diploma, viste toga y birrete, de los que se usan en las sesiones fotográficas para graduados. Es su foto de graduación del jardín de niños. Es el último rostro que todos quieren recordar.

Una veintena de personas están dentro de la capilla. El silencio se interrumpe con los sollozos y las alertas de mensajes en los teléfonos celulares de algunos amigos, familiares y vecinos que acompañan a los deudos. Poco a poco llegan más coronas, más arreglos florales.

Hasta el frente está Jesús, el mejor amigo de Miguel Ángel. El pequeño de ocho años ya lloró lo suficiente. Está en primera fila, con sus padres. De vez en vez, se levanta a tomar fotos de los arreglos que dejan al pie del ataúd de su mejor amigo.

Jesús se acomoda los lentes, se quita el gorro de la sudadera. Sigue inquieto. Sus papás le piden que se calme. Parece esperar que en cualquier momento, Angelito saldrá de la caja y juntos comenzarán a correr por los velatorios, que reirán despreocupados y más noche los llevarán a dormir, pero eso no pasará.

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Un par de jóvenes pegan con cinta adhesiva un ribete azul en el que se lee “No estás solo Angelito”. Dejan unas flores y se marchan. Llegan más flores. Descanse en paz, se lee en ellas. Un aroma a café invade el frío ambiente dentro de la capilla.

El velatorio se encuentra a un costado del Servicio Médico Forense de Mexicali, donde el cuerpo de Miguelito estuvo por más de 15 días dentro de un frigorífico. A unos pasos más, se encuentran las oficinas de la Procuraduría de la Defensa del Menor y la Familia, responsable de haber dado la custodia a la abuela, hoy acusada de haberlo asesinado.

Un cuarto lleno de juguetes

Miguel Ángel era fanático del fútbol, los trompos y los carros de juguete. En su casa, donde vivió con sus padres, dejó un cuarto lleno de juguetes de todo tipo. Su ímpetu por lo físico lo llevó al box.

Francisco, su papá, le llora a un cuarto lleno de carritos, balones, trompos y figuras de acción Hasta hace poco le había comprado una bicicleta. De las grandes, dice, porque no quería de las chicas. Él ya era un niño grande.

En casa también quedó un costal de box y un par de guantes de boxeo para niños. Francisco le decía que le pegara al costal cuando estuviera enojado. Era su manera de evitar que se liara a golpes con sus amigos. Su boxeador favorito, Hernán “Tyson” Márquez.

“No sé qué voy a hacer con todos esos juguetes”, dice Francisco, cabizbajo. Cruzado de brazos, sonríe cuando recuerda las travesuras de Miguel Ángel, su semblante se vuelve serio cuando recuerda los regaños y su mirada se pierde cuando sentencia que nada se lo podrá devolver.

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“Papá, ven por mí”

Francisco estaba en la casa de un amigo revisando una bicicleta cuando un vecino le dijo que una patrulla estaba afuera de su casa. Corrió por más de tres cuadras y encontró a su pareja, Carmen, esposada por la espalda. Una oficial la detenía.

Miguel Ángel estaba a bordo de la patrulla. Los policías, recuerda, irrumpieron en la casa cuando Carmen y su hijo estaban viendo televisión. Una denuncia anónima, justificaron. Francisco comenzó a forcejear con los policías.

“Ya cálmate, papi, te van a pegar”, le gritó Miguel Ángel. “Mañana vas por mí con mi mamá y mi tía, no se les vaya a olvidar”. Francisco se serenó, pero vio con impotencia cómo la patrulla se marchaba sin dar más explicaciones.

Por dos días no supieron de él. Cuando fueron a la estación de policía de la colonia, les dieron un número de teléfono. No recuerda la oficina, pero seguramente fue la Unidad contra la Violencia Intrafamiliar la que canalizó a Miguel Ángel al albergue del DIF.

Solo pudo verlo una vez y recuerda que estaba golpeado. En una visita siguiente, supo que Ana Luisa, su abuela, se lo había llevado y tanto él como Carmen estaban limitados a acercarse a su propio hijo.

Por meses, solo pudo hablar en dos ocasiones con él. La primera, dice, el niño parecía leer lo que hablaba por teléfono. Una segunda ocasión, el niño usó un teléfono y le llamó. “Papá, ven por mí, estoy en una casa morada, casi en la esquina”. La llamada se interrumpió súbitamente. Eso fue lo último que Francisco escuchó de la voz de su hijo y lo último que supo de él.

Vuelve a la Casa del Padre

Para el mediodía siguiente, los velatorios lucen vacíos. Una tía abuela de Miguel Ángel se encarga de los arreglos y el papeleo. En una carroza del DIF suben la caja azul y con un par de vehículos detrás, enfila a la Iglesia Asunción de María.

Vecinos, amigos y familiares se acercan a la parroquia. Bajan el ataúd a la entrada, donde el padre lo bendice. Los sollozos persisten y el ambiente pesa. Las calles cercanas guardan silencio. Todo parece detenerse cuando el cuerpo de Miguel Ángel entra a la iglesia.

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En la liturgia, el padre hace una alegoría al milagro de la vida, a perdonar. Recuerda la pérdida de la Virgen María y un joven santo mexicano de la época de los cristeros. Como pasó con Cristo, dice, ahora Miguel Ángel ha vuelto a la Casa del Padre.

En pleno mensaje, Francisco coloca sobre el ataúd un pequeño arreglo con dos globos, un carrito y la gorra favorita de Angelito.

Cuando el padre termina la ceremonia, Francisco y otros familiares llevan a Miguel Ángel a la salida. Un aplauso solitario pronto hace eco en la iglesia y se convierte en una ovación y desata el llanto de algunos.

El cortejo fúnebre se encamina a la Escuela Primaria Centenario, dónde el pequeño acudía a clases cuando vivía con sus padres. Algunos vecinos salen a sus patios y ven con pesadumbre el andar de la carroza donde llevan a aquel niño travieso que ya no verán más.

El principio de todo

En redes sociales, muchas personas acusaron a los padres de Angelito y pidieron castigos específicos. Con la soltura de juicio y tecleo, usuarios de Facebook fueron jurados, jueces y ejecutores de los padres, quienes hasta entonces estaban invadidos por la incertidumbre de saber si el cuerpo era de su hijo, el más pequeño.

Durante el velorio salieron a relucir los comentarios, la frustración, el DIF, el por qué se los quitó, que no se merecía eso, exigencias de justicia, qué fue lo que ocurrió, por qué le dieron la custodia a la abuela.

El cuerpo de Angelito les fue entregado a sus papás al mismo tiempo en el que la abuela enfrentaba a una Juez en el Centro de Justicia de Río Nuevo, donde serenamente escuchó los antecedentes de investigación con los que la Juez decidió vincularla a proceso.

A esta audiencia acudieron representantes jurídicos del DIF Estatal y de la Procuraduría de la Defensa del Menor y la Familia. No intervinieron y solo se “adhirieron a lo manifestado por el Fiscal”, un término común cuando no se tiene nada para aportar y se da trámite al uso de la voz al que tienen derecho.

Con el cambio de administración, la salida de quienes fueron responsable de asignar al menor a la abuela, podría dejar impune cualquier responsabilidad administrativa, o al menos moral. Está en manos de la nueva administración estatal la revisión de este caso, que por hoy, ha cobrado la vida de Angelito, el boxeador que no pudo ser.

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