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¡Me caí!

Mi salón de clases es amplio, cómodo, con luz suficiente, con un número sobrado de libros apropiados para niños de primaria.

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Mi salón de clases es amplio, cómodo, con luz suficiente, con un número sobrado de libros apropiados para niños de primaria, quienes a su vez cuentan con una laptop y el servicio de internet. La clase no es muy grande pues son solo 24 alumnos, entre niños y niñas, en una escuela en la cual la gran mayoría son hispanos o latinos, vietnamitas y filipinos principalmente. Muy probablemente el 75 por ciento de los alumnos hablan español, como primera lengua y después el inglés. La escuela primaria Rosa Parks, en San Diego, California, es un sitio ideal para trabajar porque no existen grandes conflictos, y porque la forma como los niños de estas diferentes culturas conviven, es asombrosa. Como es de suponerse, el objetivo principal de los niños, además de cursar las diferentes disciplinas de primaria, es aprender el idioma inglés. Yo estoy cubriendo una clase con niños que no dan mayores problemas que el ser platicadores. En cinco años que tengo trabajando aquí, no recuerdo que se haya suscitado una pelea a golpes entre los alumnos.

En mi salón de clases, como en todos los demás, tenemos una alfombra de colores, dividida en cuadros de unos cuarenta centímetros por lado, totalizando alrededor de treinta cuadros. En la periferia, la alfombra tiene una fracción más gruesa que el resto, que la sienta completamente adherida al piso. Pues resulta que, el miércoles pasado cuando trataba de llegar a mi escritorio, me tropecé con ella y caí de espaldas, complétamente acostado en el suelo, incrédulo de que me hubiera pasado eso a mí. Los que hemos vivido 7 décadas y más -tengo 72 años- nos creemos invencibles y pensamos que nada nos va a pasar. Por consiguiente, caminamos despreocupados por donde quiera, sin tomar las debidas precauciones.

Pues allí estoy tirado en la alfombra, incrédulo, avergonzado, pensando en lo ridículo que debo verme, sintiendo un dolor fuerte en la pierna y el brazo derechos, y una especie de opresión en la espalda y en el pecho por el golpazo recibido. Con la ayuda de una maestra que me toma de las dos manos y me jala, logro levantarme y trato de recuperar la compostura. Me siento mareado y decido ir a la enfermería para que revisen la presión arterial, y compruebe yo que estoy bien. Posteriormente, en la visita a la clínica comprobé que no tenía nada grave. Que solo debía negociar la calma con mi dignidad humillada. Después de eso, me queda una terrible sensación de abandono y una enorme tristeza, por no haber podido reaccionar a tiempo. Con el orgullo todo deshecho y la gallardía sucia y empolvada por el azotón. Azotó la res, decíamos de pequeños cuando alguien se caía.

Según el sitio www.msdmanuals. com “en los Estados Unidos las caídas son la causa principal de muerte accidental, y la séptima causa de muerte de personas mayores de 65 años. De la misma manera, las caídas fueron responsables de más de 3 millones de visitas al departamento de emergencia, de personas mayores. Los costos médicos de las lesiones no letales, fueron de alrededor de 50 mil millones de dólares en el 2018”. Cuando estaba en la enfermería de la Rosa Parks, me dijo la enfermera que si quería le llamaban a los paramédicos. Yo me opuse tajántemente porque una vez que llegan, tienen la capacidad legal de decidir si debes ser hospitalizado o te dejan libre. Como todo viejito que se respete, valoro vigorósamente mi independencia y capacidad de tomar las decisiones que considere pertinentes, así que me fajé los pantalones y no les llamaron.

Sin embargo, sé que es urgente que los ancianos nos conduzcamos con precaución, que, si estamos en una situación de alto riesgo, seamos prudentes o busquemos la forma de evadirla. Los que hemos podido llegar a esta edad con nuestras facultades mentales y físicas, generalmente buenas, estamos obligados a conservarlas lo más que podamos. Va a llegar el tiempo en que deberemos aceptar la intromisión de nuestros hijos, en la toma de decisiones trascendentales. Pero nunca deberemos dejar que nos avasallen. Los queremos como hijos, no como tiranos. Por cierto, ¿de cuántas caídas es una vida? Vale.

*El autor es licenciado en Economía con Maestría en Asuntos Internacionales por la UABC

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