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La eutanasia, el gran privilegio de los animales

En la vida he tenido que tomar decisiones que me han marcado, sin duda, decidir sobre la existencia de mi perrita Ñicup, quien fue mi compañera durante 16 años, fue una de las más duras. 

En la vida he tenido que tomar decisiones que me han marcado, sin duda, decidir sobre la existencia de mi perrita Ñicup, quien fue mi compañera durante 16 años, fue una de las más duras.

La llevé al veterinario a una revisión de rutina porque la veía triste y su apetito había disminuido. Fue en ese pequeño consultorio donde entendí que mi amor hacia ella no me dejaba ver cómo el paso del tiempo había mermado irremediablemente su calidad de vida.

Se llamaba Ñicup, que proviene del idioma Cucapa, era de raza Chihuahua y el color de su pelaje era negro azabache, que con los años se pobló blanco por las canas. Ya no contaba con ningún diente y su lengua siempre colgaba de manera graciosa. Su hocico estaba chueco, probablemente de una parálisis. Sus patitas traseras ya casi no la sostenían a causa de la artritis. Y pequeñas nubecitas blancas poblaban sus ojos oscuros y saltones.

Las primeras palabras del doctor cuando la vio fueron: “No has contemplado la eutanasia?”. En ese momento me quedé perpleja, un tumulto de recuerdos se agolparon en mi cabeza, para aterrizar en la devastadora idea de decirle “adiós a Ñicup”.

El diagnóstico era más que claro, un soplo al corazón, ulcera gástrica, tumores y falla de riñón. A pesar de escuchar todos esos padecimientos que enfrentaba mi mascota, pesaba sobre mí la culpa de arrebatarle la vida.

En ese instante, Martín Gallardo Gallego, quien ha atendido con una vocación admirable a mis perros durante años me dijo unas palabras que jamás olvidaré: “Los animales, a diferencia de nosotros, cuentan con el gran privilegio de la eutanasia”.

Fue cuando recapacité y comprendí que ella había vivido un tiempo maravilloso, pero su pequeño cuerpo ya no daba para más. Tenía días apenas probando bocados, por las noches escuchaba sus ligeros lamentos. No había vuelta atrás, era el momento de despedirme de mi compañerita de vida.

“Hagámoslo” le dije, y así fue como empecé a prepararme para el desprendimiento. En cierta forma sentí que ella sentía lo que yo, y también en cierta forma, sentí que ella me agradecía por la decisión.

Lo que seguía para ella, de seguir viviendo, era inevitable, el declive, la crisis y el dolor. Y qué mejor que pueda con mi decisión evitarle sufrimiento a ese pequeño ser que me amó sin reservas.

Después del final, el que no puedo negar fue profundamente triste, vino la paz, y cuando la tormenta acabó, pude ver con más claridad el cielo inmenso y azul.

Pensé en ella y sus años maravillosos, recordé lo amada que fue y la vida plena que vivió a mi lado. Y yo pienso, sin intentar ni siquiera entreabrir un debate religioso o moral, solo como un ligero pensamiento: ¿Por qué no logramos desprendernos de ese sentimiento de pertenencia hacia los humanos?

¿Por qué lo queremos retener a pesar del desgaste y el dolor?

¿Por qué no aprendemos de los animales las lecciones que nos dan sobre la vida?

A final de cuenta nosotros los humanos sí podemos decidir sobre sus vidas de forma responsable cuando vemos que el sufrimiento rebasa su existir. Tenemos la capacidad de dejarlos ir sin ser juzgados por las instituciones o la sociedad. Sabemos decir adiós con la seguridad que nuestra decisión obedece a un acto de amor verdadero.

Ellos, sobre nosotros, siempre contarán con ese “gran privilegio”.





*La autora es Corresponsal de la Agencia Internacional de Noticas Efe.

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