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Humor dominical

Le preguntó con sugestivo acento: “¿Te gustan los niños, mi amor?”. “¡Sí, mi vida! ¡Sí! -respondió él trémulo de deseo-. ¡Me gustan mucho!”. “Qué bueno -dijo entonces ella-, porque has de saber que tengo dos”.

Noche de bodas. La novia salió del baño al amor. Sus encantos se cubrían sólo con un negligé de encaje negro que hacía más visibles sus ebúrneas formas. Fue hacia su maridito, que la esperaba ardiendo en amoroso ansias, le echó los brazos al cuello y se untó a él, mimosa.

Le preguntó con sugestivo acento: “¿Te gustan los niños, mi amor?”. “¡Sí, mi vida! ¡Sí! -respondió él trémulo de deseo-. ¡Me gustan mucho!”. “Qué bueno -dijo entonces ella-, porque has de saber que tengo dos”.

El cuento que sigue tiene algo de onírico y surrealista. La señorita Himenia, madura célibe, contaba ya bastantes años, pero ella se había detenido en 39. Cierta noche soñó que un guapo galán, joven, moreno y musculoso, le decía: “Podemos hacer tres cosas: Ir a caminar al parque; tomar un helado en “La tabasqueña”, la nevería de moda, o hacer el amor apasionadamente en un discreto motelito que está cerca de aquí”. En eso la señorita Himenia se vio a sí misma en el sueño. “¡Escoge lo del motelito, pend...! -le dijo Himenia a Himenia-. ¡Es tu sueño!”.

El maestro Nasardo, organista de la catedral, se hallaba en un café estudiando una difíLa cil partitura de Messiaen. En eso sintió una urgencia natural menor que lo hizo dirigirse al baño. Tan concentrado estaba en el estudio que se llevó consigo la partitura, y sin apartar de ella los ojos empezó a hacer lo que había ido a hacer. A su lado hacía lo mismo un borrachito.

“Perdone la curiosidad, señor -le preguntó muy intrigado a don Nasardo-. ¿Qué no sabe mear lírico?”. Doña Pasita y don Vetulio cumplieron las bodas de oro, y sus hijos les pagaron una segunda luna de miel. La primera noche en el hotel doña Pasita se la pasó despertando cada hora a su marido. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó él, extrañado. Replicó doña Pasita: “Me estoy vengando de lo que me hiciste tú a mí hace 50 años”. Candidito, muchacho sin ciencia de la vida, invitó a cenar a Dulcibella. ¿La llevó a un restaurante de lujo? No. ¿A una agradable cafetería? Tampoco. ¡La llevó a un puesto callejero de hamburguesas! Una sola pidió, para la chica, y le dijo además al encargado del carrito: “Sencilla, por favor, y sin queso, tocino, ni aguacate”.

Después del magro convite el inexperto galán llevó a la chica a ver los aparadores de las tiendas, tras de lo cual la condujo a su casa. En la puerta le pidió con timidez: “¿Me permites que te robe un beso?”. “¡Uta! -exclamó Dulcibella, exasperada-. ¡Hasta para robar eres poquitero!”. En la azotea el gato en rijo le dijo a la gatita: “¡Por ti daría la vida, Micha mía!”. “¿De veras? -preguntó ella, coqueta-. ¿Cuántas veces?”.

Hablar de don Chinguetas es hablar de un marido tarambana. Cierto día su esposa doña Macalota llegó al domicilio conyugal en hora en que no la esperaba su consorte y lo sorprendió en apretado concúbito sensual con una dama que no lo era tanto, pues se dirigía a él con expresiones propias del vulgacho. Le decía, por ejemplo: “¡Negro santo! ¡Cochototas! ¡Papuchón!”. Lo de “negro santo” puede pasar, pero eso de “papuchón” y “cochototas” es por completo inaceptable.

Al ver a su marido en tan comprometida situación doña Macalota prorrumpió en dicterios contra él. Los denuestos que le enrostró no tienen cabida en un espacio como este, que procura no contribuir a la decadencia actual de las costumbres. Ante los fuertes reclamos de su esposa don Chinguetas trató de defenderse. Le dijo a doña Macalota: “No me permites que traiga a mis amigos a la casa. Me echaste a la basura mis películas francesas. Te encrespas si me tomo un whisky o dos. ¿En qué otra cosas quieres que me distraiga?”. FIN.

Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

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