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El dictador que cree en Dios

El dictador que cree en Dios también caerá.

Al dictador Daniel Ortega, responsable de una brutal represión en Nicaragua, no le ha costado trabajo hablar de su fe religiosa. “¿Usted cree en Dios?”, le pregunté durante una entrevista en marzo de 2006, cuando era candidato para volver a la presidencia, después de haber gobernado de 1985 a 1990. “¡Claro que sí!”, me contestó. “Cristo se convierte en una fuente de inspiración para mí. Yo lo considero un rebelde, un revolucionario”.

Le insistí y pregunté si iba a misa y comulgaba. “Así es”, me dijo, “siempre he comulgado. En los años 80, en medio de la guerra, cuando algunos compañeros caían en combate, iba a misa y comulgaba”.

Unos meses antes de esa entrevista, en septiembre de 2005, Ortega se había casado por la Iglesia con la ahora vicepresidenta, Rosario Murillo -“mi madre siempre me insistió que me casara”, dijo-, tras años de ser pareja y tener hijos en común. Y ese Ortega no dudaba en proclamar su religiosidad: “Nací católico; siempre he sido católico”.

En esa época muchas personas sospechaban de su acercamiento a la Iglesia católica y, en particular, al cardenal Miguel Obando y Bravo. Me decían que Ortega lo hacía sólo para obtener votos. Cierto o no, ganó las elecciones de noviembre de 2006. El Centro Carter, un organismo sin fines de lucro que observó los comicios, las calificó como unas “elecciones aceptables” y dentro de los estándares internacionales.

Fue la última vez que se han celebrado elecciones aceptadas por buena parte de la comunidad internacional en el país.

Desde entonces, Ortega ha modificado las leyes y la Constitución a su modo, realizado farsas electorales, reprimido a opositores, acosado a periodistas, encarcelado a políticos, empresarios y candidatos presidenciales, acumulado casi todo el poder y se ha atornillado en la silla presidencial. Y ahora que ya no necesita a la Iglesia católica para conseguir votantes, se ha lanzado en contra de sus principales líderes, muchos de quienes han sido críticos de los abusos de su Gobierno.

El pasado 19 de agosto la Policía entró a la Diócesis de Matagalpa y detuvo al obispo Rolando Álvarez, uno de los críticos más desafiantes de la dictadura. Desde entonces Álvarez se encuentra en arresto domiciliario e incomunicado. Está acusado de “desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”, cargos que él rechaza.

Los ataques de Ortega a la Iglesia católica van mucho más allá del arresto del obispo Álvarez. La BBC reporta que sólo en el último año y medio, el Gobierno ha encarcelado a siete sacerdotes, clausurado emisoras católicas y expulsado a 18 monjas y al nuncio del Vaticano.

“La Iglesia es la última frontera”, me dijo en una entrevista Aníbal Toruño, el dueño de Radio Darío, que fue cerrada recientemente por el Gobierno luego de 73 años al aire. “Él quiere el silencio, el control total en Nicaragua”, añadió Toruño. “Daniel Ortega y Rosario Murillo están aplanando Nicaragua. Hacé de cuenta que es una selva que la han aplanado total y completamente”.

En 2018, cuando estallaron las protestas civiles a favor de la democracia en distintas partes del país, la Iglesia católica y otras organizaciones denunciaron las muertes y la violenta respuesta de las autoridades ante los manifestantes. Al menos 355 personas murieron por la represión gubernamental, de acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y esas muertes, según un reporte de Amnistía Internacional, ocurrieron con el “conocimiento de las más altas autoridades”, incluyendo a Daniel Ortega.

Es innecesario e inapropiado cuestionar la fe de Daniel Ortega. Ese es un asunto enteramente personal. Pero ahora, cuando aumenta la represión de su Gobierno contra una institución en la que dijo creer mientras estaba en campaña electoral, la cuestión cobra relevancia.

Y cabe preguntarse: Si realmente cree, en la soledad de la noche, ¿cómo justifica sus crímenes? Las torturas y gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidos por su Gobierno van en contra de cualquier religión.

Los recientes ataques y detenciones a líderes y sacerdotes católicosen Nicaragua sólo resaltan esa flagrante contradicción. Ortega es, pues, un dictadorque dice creer en Dios, comulgar, y al mismo tiempo reprime y permite la violencia.

Pero el conflicto entre su fe religiosa y sus acciones no es el único de Ortega. Resulta inverosímil que alguien como él, que luchó en contra de una dictadura -la de los Somoza- esté ahora construyendo otra. Todos los sacrificios de sus compañeros y de millones de nicaragüenses durante la Revolución sandinista hoy parecen borrados.

Algo se rompió en Ortega. Fue el líder de la junta sandinista que gobernó Nicaragua de manera transitoria tras la caída del somocismo en 1979, después fue el primer Presidente elegido después del fin de la dictadura y, en 1990, perdió las siguientes elecciones y entregó el poder en un sorprendente gesto democrático.

Pero eso cambió. En 2006 recuperó la presidencia con apenas el 38% del voto y desde entonces se ha aferrado al poder.

Amigos y periodistas nicaragüenses me aseguran que la dictadura de Ortega es tanto o más cruel que la de los Somoza. Y que tiene las mismas intenciones somocistas de crear una dinastía; primero con su esposa, Rosario Murillo -la jefa de facto en el país-, y luego con su hijo Laureano, a quien muchos conocían por ser un cantante de ópera.

La democracia ha muerto en Nicaragua. Pero si algo sabemos de los nicaragüenses es que no se rinden. Tienen una inigualable fibra democrática y no les gusta cuando surge un tirano. Como lo demuestra su clásica obra de teatro “El Güegüense”, hay muchas maneras de resistirse a los abusos de la autoridad. Los nicaragüenses han tumbado dictadores antes y lo volverán a hacer.

El dictador que cree en Dios también caerá.

Jorge Ramos, periodista ganador del Emmy, director de noticias de Univision Network. Ramos, nacido en México, es autor de nueve libros, el más reciente es “A Country for All: An Immigrant Manifesto”.

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