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El morenista y su Lamborghini

Es legítima la ganancia bien habida que percibe un empresario, pero no la que se consigue por medio de corruptelas y manejos de politiquería

. Catón

De política y cosas peores

Se llamaba Ricardo Racines Uriarte. Era español, y sacerdote. Llegó a Saltillo, mi ciudad, a fines de los años cincuenta del pasado siglo, y de inmediato hizo amistad con el grupo de los que nos reuníamos a hablar de libros, de música, de cine. Nos asombró al pedirnos que lo tuteáramos, en aquel tiempo en que muchos todavía le besaban la mano a los curas. Más de una vez se alargó nuestra conversación hasta la hora en que el sol empezaba ya a asomar sus reales pompas sobre la sierra de Zapalinamé. Entonces lo llevábamos al Seminario, de donde era profesor, y como la puerta estaba cerrada acercábamos a la barda el vehículo en que íbamos, subía él al techo y saltaba como escolar travieso al interior del recinto. Publicó en aquella época un libro de título inquietante: “1969 y el fin del mundo”. En él hizo el relato de algo que le sucedió en un pueblo minero de la región carbonífera en Coahuila. Fue ahí de misiones, y el párroco del lugar le dio hospedaje, a falta de otro sitio, en la sacristía del templo. Una noche dormía profundamente cuando lo despertaron grandes golpes en la puerta. Fue a abrir. Quien llamaba era un hombre joven que vestía camisa a cuadros, pantalón vaquero, botas y una gorra del equipo de beisbol local. Tras pedirle disculpas por haberlo despertado a esa hora le pidió que lo oyera en confesión, pues iba a emprender un largo viaje. Lo escuchó el sacerdote, le dio la absolución, y el muchacho se retiró Al día siguiente Racines contó lo sucedido. El párroco se sorprendió, y le pidió que describiera al joven. Lo hizo con detalle, y el cura, sobresaltado, le dijo que la descripción correspondía exactamente a la de un minero del carbón que días antes había perecido en la inundación del pozo donde trabajaba. Al entrar a la mina llevaba la vestimenta con que lo vio Racines. Había confesado a un muerto. Yo no creo en ese tipo de cosas sobrenaturales, y dudo mucho de algunas que parecen naturales, pero recuerdo que oí con inquietud la relación del aquel suceso, y que lo di por cierto. El episodio vino a mi memoria ayer cuando vi -cine en pantuflas- una magnífica versión cinematográfica de la novela “Germinal”, de Émile Zola. Protagonizada por Gérard Depardieu, la película muestra las terribles condiciones de vida de los mineros del carbón en Francia, y el contraste de sus penalidades y las de sus familias con los lujos que disfrutaban los dueños de las minas. Los carruajes de aquellos ricos señores equivaldrían en su tiempo al Lamborghini que ha exhibido Antonio Flores, diputado morenista de Coahuila y empresario del carbón, quien ha justificado la propiedad del costosísimo vehículo diciendo que es fruto de su trabajo. No es así. Es fruto del trabajo de los mineros que cada día descienden a las profundidades de la mina con riesgo de morir en alguna explosión, derrumbe o inundación, y llenándose los pulmones de un polvo letal que en muchas ocasiones les causa una muerte prematura. Es legítima la ganancia bien habida que percibe un empresario, pero no la que se consigue por medio de corruptelas y manejos de politiquería, y menos si esa riqueza obtenida turbiamente da lugar a ostentaciones propias de rastacueros, o sea de nacos, si me es permitido el uso de esa fea palabra. Y ya no digo más. Mejor me voy a ver “That’s my boy”, con Jerry Lewis y Dean Martin, que es película menos inquietante. Un buzo se sorprendió gratamente al toparse en el fondo del océano con un grupo de bellas sirenas que en ese momento se disponían a presentar un show. Le dijo a una de ellas: “Quiero ver el espectáculo”. Respondió la sirena: “Lo siento. No tenemos entradas”. FIN.

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