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Salman Rushdie, la libertad de expresión y la libertad de ofender

Hace años, platicando con un sacerdote que había nacido cerca de Ciudad Guzmán, en el suroeste de Jalisco, y que se había criado en un pueblo donde merodeaban partidas de cristeros, hablando de mis impresiones de México como extranjero, le comenté en tono jocoso que una cosa que me llamaba la atención de aquí, al escuchar las conversaciones cotidianas, es que el que no era güey [buey] era un cabrón.

Hace años, platicando con un sacerdote que había nacido cerca de Ciudad Guzmán, en el suroeste de Jalisco, y que se había criado en un pueblo donde merodeaban partidas de cristeros, hablando de mis impresiones de México como extranjero, le comenté en tono jocoso que una cosa que me llamaba la atención de aquí, al escuchar las conversaciones cotidianas, es que el que no era güey [buey] era un cabrón. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que él tampoco se acostumbraba. Fue entonces cuando me contó que en su niñez e infancia más de una vez ocurrió que en los pueblos de la región alguien mataba al otro por haberlo llamado güey. Era un insulto que cuestionaba la hombría y posiblemente era la gota que colmaba el vaso de agravios previos. Un güey [buey] es un toro castrado, al que le han quitado los testículos para amansarlo -“Entre güeyes no hay cornadas”y que gane en corpulencia. Pero, con el tiempo, hay insultos que se han erosionado, la palabra ha sido castrada y ha perdido su significado violento original. Ya no ofenden.

Cuando hacia 1989 cayó en mis manos el libro de Salman Rushdie, Los Versículos o Versos Satánicos, que como tantos otros lectores llamaba mi atención al calor de la polémica que se había armado tras la publicación y posteriores disturbios, recuerdo que me aburrió cuando iba por la página 30 o así. Nunca lo acabé de leer. Pero por entonces hubo debates de lo que algunos denominaron guerra cultural e incluso choque de civilizaciones. La globalización hizo el resto: la comunidad musulmana mundial, la “umma”, tomó conciencia de que desde occidente los ofendían con blasfemias. La fetua o fatwa lanzada por el ayatolá Jomeini, la máxima autoridad religiosa y política del Irán chiita, impuso una sentencia a muerte contra el escritor. Una fetua no tiene fecha de caducidad y nunca faltará un creyente dispuesto a hacerla efectiva. Los versículos dejaron un reguero de muertes y amenazas, que lo mismo afectaban a traductores de la obra como a editores. Rushdie aporreó un avispero, posiblemente sin mala fe, y prácticamente 25 años después las avispas siguen clavando su aguijón.

Posteriormente hubo otros episodios parecidos. En el año 2006, el diario conservador danés Jyllands-Posten convocó a los caricaturistas o artistas gráficos del frío país de Hamlet a que caricaturizaran en viñetas al profeta Mahoma. Se publicaron 12 caricaturas. Uno de los autores retrataba como terrorista al profeta de los musulmanes, sabedor que su burla haría reír a sus educados y bien alimentados compatriotas, exquisitos cultivadores de la libertad de expresión; y los burlados ni se enterarían. La broma, ofensiva para los musulmanes, costó decenas de vidas humanas en las protestas. Y en 2015 el semanario francés Charlie Hebdo sufrió un atentado donde murieron 11 redactores y trabajadores, por una edición del 2011. El reciente atentado de hace unos días contra Salman Rushdie en Nueva Jersey, cuando todos nos habíamos olvidado ya de la condena a muerte, hay que leerla sin perder de vista estas claves.

En conclusión, hay una guerra cultural que enfrenta, por un lado, a unos talibanes fanáticos de una religión que nada tiene que ver con el islam y, por otro lado, a unos talibanes occidentales fanáticos seudo-modernos y seudo-demócratas. La libertad de expresión es un valor occidental irrenunciable, pilar fundamental de las sociedades libres, pero entender la libertad de expresión como una patente de corso para insultar u ofender, nada tiene de modernidad y degrada la convivencia democrática.

-. Guillermo Alonso Meneses

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