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Los patos de Cerro Prieto

Hace medio siglo, en febrero ya no cazábamos faisanes, sino patos.

Hace medio siglo, en febrero ya no cazábamos faisanes, sino patos. Con mi hermano Oscar (†), mi primo Edmundo Landeros, su primo Bernardo Olmedo (†), y Mike Valencia, formamos un grupo de caza al que reforzaban de vez en cuando Víctor Siono, Leonardo Ruiz, Jorge Slim y mi primo Marcos Manríquez. Si bien empezamos en 1966, para 1970 ya conocíamos el laberinto de drenes, humedales y pantanos de Cerro Prieto, con su gran Laguna de Los Volcanes todavía intacta. En el famoso Jeep amarillo 1955 que mi padre nos soltó desde temprano, el grupo de jóvenes daba rienda suelta a su espíritu aventurero.

A Cerro Prieto acudían muchas especies de patos, pero los más abundantes eran las cercetas de alas verdes y la canela, con alguna de alas azules que ocasionalmente caía en el morral. Le seguía en abundancia el pato cuaresmeño o cucharon, pero su carne nunca nos gustó. También era el caso del pato tepalcate que nos engañó muchas de las primeras veces que lo cazamos. Este pato bucea para escapar y corre por la superficie del agua para volar. Recuerdo varias ocasiones que localizamos una parvada, la acechamos y al levantarnos a disparar, no había ninguno de ellos pues se habían sumergido. De repente salían por todos lados fuera del alcance de nuestras escopetas frustrando a los noveles cazadores.

Pero nosotros no éramos los únicos cazadores, en aquellas soledades vivía una manada de coyotes hambrientos que al oír los primeros disparos, nos acechaban a nosotros para robarnos las presas. Cuando derribábamos alguna ánade del otro lado del agua, uno se quedaba haciendo guardia mientras que el resto rodeaba el charco o dren para ir por el pájaro abatido. Si no hacíamos esto, los coyotes nos ganaban y sólo encontrábamos las plumas. En Cerro Prieto vivía un ermitaño que cuidaba la extracción de sal y se hizo amigo nuestro. Le tomamos confianza y le dejábamos nuestros señuelos para no llevarlos y traerlos cada semana. Como pago, le dejábamos algunos patos para que los comiera. Nunca supe en dónde vivía, de repente aparecía, creo que era un duende.

Si bien en ocasiones divisábamos parvadas de gansos y grullas, nunca fueron nuestro objetivo, sin embargo, para el grupo de caza de mi padre era lo único que los llevaba a Cerro Prieto, ellos no le disparaban a los patos. A veces regresábamos con tres o cuatro docenas de ánades y le vendíamos al chino de la tienda Loo, de la Calle A, algunos para sus guisos. Los pagaba a 10 pesos el pájaro y con ese dinero íbamos a Calexico a comprar munición, pólvora, tacos y fulminantes, y recargábamos los casquillos recuperados de la tirada. Un buen amigo, don Héctor “El Coruco” Arévalo, nos vendía a precio de mayoreo el material que él compraba en Los Ángeles, California. Entre todos formábamos una línea de producción para reconstruir los casquillos quemados, que a veces, de tanto uso, se nos deshacían en las escopetas. ¡Por fin llovió!, agua para los borregos.

*- El autor es investigador ambiental.

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