Edición México
Suscríbete
Ed. México

El Imparcial / Columnas / Columna Tijuana

Lagópodos rostizados

Esta fría mañana de otoño me recordó el clima que vivimos durante dos semanas en Alaska, el fin del verano de 1975.

Esta fría mañana de otoño me recordó el clima que vivimos durante dos semanas en Alaska, el fin del verano de 1975. Ya he compartido con el ecológico lector incidentes de esta aventura de exploración y posible caza de caribú, alce y oso negro. Todo esto es material de mi libro “Añoranzas Cinegéticas”. George Taylor (†), ingeniero petrolero y controlador de fauna nociva en África, nos animó a acompañarlo.

La primera aventura fue en la tundra del Monte McKinley. Caminamos 25 kilómetros en día y medio cruzando arroyos corriendo y cargando una mochila con bolsa de dormir, carpa, estufa de alcohol, comida deshidratada, ropa extra, cámara, rifle, municiones, etc., hasta llegar a un poblado minero abandonado. Desde ahí, George había cazado unos patos coludos que osos grises se comieron y yo había disparado contra una marmota del ártico que no pude recuperar.

Una tarde que George regresaba de cazar solo, nos dijo que a medio kilómetro se topó con una parvada de lagópodos, Lagopus lagopus, la perdiz de Alaska. Esta ave es del tamaño de una hembra de faisán pero con la cola corta. Tiene fama de ser sabrosa. Al final del verano su plumaje es manchado de café y blanco. En el invierno es todo blanco. Tiene sus piernas cubiertas de pluma hasta las patas. En aquellas soledades nadie las caza y es legal hacerlo, por lo que George nos recomendó ir por algunas de ellas para variar nuestra dieta de comida deshidratada y arándanos frescos.

Yo llevé una escopeta pero para esta caminata la dejé en la casa de Taylor, así que solamente teníamos para cazarlas los rifles de alto poder. “Disparen al cuello o la cabeza para salvar la carne”, recomendó George. Entusiasmados por ver, conocer, cazar y paladear a una nueva especie salimos todos. Al fin y al cabo parecía no haber osos ni caribúes que espantar y, excepto por mi marmota y los patos de George, nadie más había disparado.

Los pájaros resultaron muy confiados, pero entre el trenzado ramaje bajo de la tundra fue difícil verlos con claridad. Fallamos algunos tiros pero cobramos media docena de ellos. Los llevamos a desplumar y limpiar al arroyo y los preparamos con sal y pimienta que había en la cabaña. En esa casa desvencijada George dejaba guardada alguna provisión. También había latas, “cornflakes”, avena y leche en polvo. Los lagópodos, horrible nombre oficial en español, perdices de Alaska para nosotros y “Willow ptarmingan” en inglés, cualquiera que fuese su nombre, nos resultaron exquisitas rostizadas.

En Alaska no es posible contar con la ayuda de un carro 4X4 o una bestia de carga para acarrear la presa abatida como en México. Los medios motorizados de transporte son el bote y el hidroavión y, por supuesto, la capacidad humana de carga. Durante el regreso pensaba: ¿qué hubiese pasado si alguno de nosotros hubiera cazado un oso o un caribú? No obstante, George hizo ambas cosas y sacó a pie su trofeo cargándolo 25 húmedos kilómetros. Fotos en FB.

*- El autor es investigador ambiental.

En esta nota